Síndrome del Complot

Por: Umberto Eco, filósofo

  

LA PSICOLOGÍA DEL COMPLOT SURGE CUANDO LAS EXPLICACIONES EVIDENTES DE HECHOS PREOCUPANTES NO NOS SATISFACE

Hace poco se ha traducido al italiano el libro de Kate Tuckett, “Conspiracy Theories”, donde, como se queja Ranieri Polese en una reseña del diario “Il Corriere della Sera”, la autora se ocupa de una gran cantidad de presuntas conspiraciones (desde los templarios hasta la muerte de Mozart, desde el asesinato de Kennedy hasta la muerte de Lady Di, desde las ‘verdades’ del 11 de setiembre hasta los seudomisterios cristológicos revelados por Dan Brown en “El código da Vinci”), pero se olvida quizá del mayor ejemplo de construcción de un complot mundial, los tristemente famosos y falsos “Protocolos de los Sabios de Sión”.

La ausencia es irritante y valdría la pena que se reimprimiera a menudo el viejo “Warrant for genocide” de Norma Cohn (El mito de la conspiración judía mundial: los Protocolos de los sabios de Sión), que en 1967 escribió palabras definitivas sobre la historia del seudocomplot judío.

Protocolos’ aparte, el síndrome del complot es tan antiguo como el mundo y quien ha trazado de forma soberbia su filosofía ha sido Karl Popper, en un ensayo sobre la teoría conspiracional de la sociedad que se encuentra en “Conjeturas y refutaciones”. Esta teoría, más primitiva que la mayoría de las diversas formas de teísmo, es afín a la teoría de la sociedad de Homero. Este concebía el poder de los dioses de tal manera que todo lo que ocurría en la llanura situada frente a Troya era solo un reflejo de las diversas conspiraciones del Olimpo. La teoría conspiracional de la sociedad es justamente una variante de este teísmo, de una creencia en dioses cuyos caprichos y deseos gobiernan todo. Proviene de la supresión de Dios, para luego preguntar: “¿Quién está en su lugar?”. Su lugar lo ocupan entonces diversos hombres y grupos poderosos.

La psicología del complot surge del hecho de que las explicaciones más evidentes de muchos hechos preocupantes no nos satisfacen, y a menudo no nos satisfacen porque nos duele aceptarlas. Pensemos en la teoría del Gran Viejo tras el secuestro de Aldo Moro: ¿cómo es posible –nos preguntábamos– que un grupo de jóvenes que rondan los treinta años hayan podido concebir una acción tan perfecta? Deben tener detrás un cerebro más refinado.

La interpretación en plan sospecha nos absuelve de alguna manera de nuestras responsabilidades porque nos hace pensar que se esconde un secreto detrás de lo que nos preocupa, y que la ocultación de este secreto constituye un complot en contra de nosotros. Creer en el complot es un poco como creer que uno se cura por un milagro, salvo que en este caso no se intenta explicar una amenaza, sino un inexplicable golpe de suerte (véase Popper, su origen está siempre en el recurso a la mente de los dioses).

Lo bueno es que, en la vida cotidiana, no hay nada más transparente que el complot y el secreto. Un complot, si es eficaz, antes o después crea sus propios resultados y se vuelve evidente. Y lo mismo dígase del secreto, que no solo suele ser revelado por una serie de “gargantas profundas” sino, se refiera a lo que se refiera, si es importante antes o después sale a la luz. Complots y secretos, si no salen a la superficie, es que o eran complots torpes o eran secretos vacíos. La fuerza del que anuncia que posee un secreto no está en su ocultar algo, sino en hacer creer que hay un secreto. En ese sentido, secreto y complot pueden ser armas eficaces precisamente en las manos de los que no creen en ellos.

Georg Simmel, en su célebre ensayo sobre el secreto, recordaba que el secreto otorga al que lo posee una posición excepcional, puesto que es independiente de su contenido, mientras que, en cambio, resulta tanto más eficaz cuanto más vasta y significativa es su posesión exclusiva. Ante lo desconocido, el impulso natural a la idealización y el temor también natural del hombre cooperan con la misma finalidad: intensificar lo desconocido mediante la imaginación para considerarlo con una intensidad que no suele estar reservada a las realidades evidentes.

Consecuencia paradójica: detrás de cada falso complot, quizá se oculte siempre el complot de alguien que tiene todo el interés en presentárnoslo como verdadero. Y si no, preguntémosle al tal Scaramella, que se ha dedicado a jugar a agente secreto hasta que el polonio ha acabado con la vida de Alexander Litvinenko.