Por: Javier Garrido (Médico)

EL EXTRAÑO EXPERIMENTO DEL DR. MACDOUGALL

Tomado de Lucido numero 13 de la Asociación Racional Escéptica de Venezuela

UNO DE LOS TÓPICOS HABITUALES de los diletantes del misterio a la hora de confrontar la perfidia de los incrédulos, es un mítico experimento que demostró “científicamente” la existencia del alma humana.
En algún momento del impreciso pasado, un médico acucioso habría acometido la macabra tarea de pesar a personas agonizantes, encontrando que éstas perdían, en el preciso instante de la muerte, 21 gramos.

Los incrédulos suelen responder, por supuesto, con incredulidad. Para el sentido común semejante experimento linda con lo inverosímil, cuando no con lo grotesco o lo puramente literario.
Ejemplos de esto último no faltan: recordemos aquí ese extraordinario cuento de Edgar Allan Poe, La verdad sobre el caso del señor Valdemar, que fue leído en su momento como un reporte científico auténtico de la detención de la muerte por medio de la hipnosis. Y sin embargo, a pesar de lo extravagante que pueda parecer, ese experimento sí se llevó a cabo, y sus resultados incluso se publicaron en una revista médica. Su autor fue el Doctor en Medicina Duncan MacDougall, de Haverhill, Massachussets.

El año, 1907. En su artículo, el Dr. MacDougall comenzó esbozando una muy materialista hipótesis sobre la “sustancia del alma”, partiendo del supuesto de que “si las funciones psíquicas continúan existiendo como una individualidad o personalidad separada después de la muerte del cerebro y del cuerpo, entonces tal personalidad sólo puede existir como un cuerpo ocupante de espacio”. Y como se trata de un “cuerpo separado”, diferente del éter continuo e ingrávido, debe tener peso, igual que el resto de la materia. Esa sustancia, obviamente, se desprende del cuerpo en el momento de la muerte, y por lo tanto la pérdida de peso debe ser medible. A continuación, pasó a poner a prueba su hipótesis. Instaló un lecho sobre un marco ligero construido en una romana de plataforma “muy delicadamente balanceada”. Sus sujetos de experimentación fueron seis enfermos terminales, de los cuales solo señala su diagnóstico, su sexo, y que se encontraban agonizantes.

Cuatro pacientes habían sido diagnosticados como tuberculosos, uno sufría coma diabético y del último no se precisa dato alguno; cada uno de ellos fue mantenido en observación (garantizándose su comodidad) hasta que sobrevino la muerte. Durante ese lapso, MacDougall reajustó periódicamente el fiel de la balanza de acuerdo a la disminución de peso esperable por las pérdidas insensibles. Estos fueron (resumidamente) los resultados:

Paciente N° 1: pérdida de “tres cuartos de onza” (unos 21,3 gramos) “súbitamente coincidiendo con la muerte”.

Paciente N° 2: pérdida de “una onza y media y cincuenta granos” (o sea 45,84 gramos) en “los dieciocho minutos que transcurrieron desde el cese de la respiración hasta que estuvieron seguros de su muerte” (sic).

Paciente N° 3: pérdida de “media onza coincidiendo con la muerte, y una pérdida adicional de una onza pocos minutos mas tarde” (42,65 gramos en total).

Paciente N° 4: MacDougall consideró esta prueba sin valor, debido a que la balanza no pudo ser bien ajustada “por la interferencia de personas opuestas a su trabajo”.

Paciente N° 5: en este caso, se registró una pérdida inicial de “tres octavos de onza” (10,66 gramos) “simultáneamente con la muerte”, pero luego el fiel de la balanza regresó espontáneamente a su posición inicial y se mantuvo allí por quince minutos a pesar de retirar los pesos (!).

Paciente N° 6: esta prueba también resultó invalidada al fallecer el paciente antes de que la balanza fuera calibrada.

MacDougall también efectuó un experimento control, consistente en envenenar a quince perros sanos (!) para pesarlos en el momento de la muerte, con resultados uniformemente negativos. Pero antes de hacernos una mala imagen del doctor, reconozcamos que al menos se queja de su escasa fortuna para conseguir perros que estuvieran muriendo de alguna enfermedad. Objeciones Ante todo, evitemos las explicaciones fáciles, como sospechar que la pérdida de gas intestinal o del aire pulmonar da cuenta de la (supuesta) pérdida de peso que MacDougall observó en sus experimentos. La segunda posibilidad fue descartada por él mismo, pues verificó que inspiraciones y espiraciones forzadas no alteraban el equilibrio de la balanza. En cuanto a la primera, ya sean veintiuno o cuarenta y pico los gramos de gas, estos equivalen a un volumen de muchos litros, fácilmente detectables tanto pre como postmortem.

En realidad, es inútil pretender buscarle explicaciones “naturalistas” a la pérdida de peso que (supuestamente) se observó, por la sencilla razón de que todo el experimento está viciado por severas fallas. Empezando por una descripción en general confusa de los procedimientos y una muestra demasiado pequeña: se pudieron analizar los datos de apenas cuatro pacientes. Por otra parte, no se utilizó un criterio claro para definir “el momento exacto de la muerte”. Dadas las limitaciones de la época, este elemento crucial resultaba muy difícil de determinar, y esto queda bien patente en el caso del paciente N° 2: este siguió presentando espasmos faciales durante quince minutos después del cese aparente de la respiración, y solo tras cesar los espasmos se le auscultó para comprobar la ausencia de latidos cardíacos. ¿Cuál fue el “momento exacto de la muerte”?

Esta vaguedad conduce, además, a una insólita flexibilidad a la hora de registrar las variaciones del peso: en un caso se considera positiva una pérdida de peso “instantánea”, pero en otros se asumen como positivas las pérdidas ocurridas a lo largo de varios minutos, sin límite fijo ni relación clara con el deceso. ¿Pero podemos, al menos, confiar en la forma en que se hicieron las mediciones? Pues ni siquiera eso. MacDougall afirma que sus escalas eran sensibles a “dos décimas de una onza” (5,68 gramos), lo que no es óbice para que en un caso nos ofrezca una precisión de “50 granos” (3,2 gramos), lo que resulta tan poco serio como medir milímetros con una regla graduada solo en centímetros. Obviamente, la seguridad de las medidas ni de lejos se aproxima a la que se pretende.

Si seguimos adelante observamos también que los resultados ni siquiera resultan congruentes entre ellos. Uno de los pacientes presentó una pérdida de peso instantánea y nada más, dos a lo largo de varios minutos, y el último hizo malabarismos con la romana durante quince largos minutos.
Para conciliar esto con la hipótesis inicial es preciso tramar muchas explicaciones ad hoc, como la influencia del temperamento del paciente (ya cadáver para ese momento).
Conclusión ¿Qué queda, al final, de este experimento? Pues poca cosa: en realidad solo una colección de datos que se debaten entre la incongruencia y la anécdota, con una posibilidad inmensa de errores instrumentales.
Para poner esto en perspectiva, consideremos simplemente que MacDougall intentó medir variaciones de peso del orden del 0,05 %, lo que no resulta fácil en condiciones clínicas ni siquiera hoy en día. Habla en su favor que no pretendiera haber probado algo: expresamente reconoce que se requiere una gran cantidad de experimentos “antes de que este tema pueda ser zanjado más allá de cualquier posibilidad de error”.

Los consabidos “21 gramos” quedan reducidos a pura leyenda basada en un experimento mal hecho, que hasta la fecha nadie parece ansioso de repetir.

 

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