Todos, con excepción de los posmodernos, apreciamos la verdad, al punto de despreciar o aun castigar a los mentirosos. Pero al mismo tiempo todos sabemos que, fuera de la matemática, la exactitud es tan escurridiza como la justicia, la honestidad y el desinterés. Todos éstos son ideales a los que podemos y a los que debemos aproximarnos, aunque sin hacernos la ilusión de alcanzarlos siempre.

En efecto, acaso podamos acumular elementos de prueba en favor de una teoría física, biológica o sociológica, pero jamás podremos probarla concluyente y definitivamente, al modo en que se demuestran los teoremas matemáticos. Lo más a que podemos aspirar en las ciencias fácticas son verdades parciales o aproximadas, tales como «la Tierra es esférica» y «el precio de una mercancía es inversamente proporcional a su demanda».

El motivo de la diferencia es éste: las verdades matemáticas dependen solamente de las hipótesis y definiciones que se nos antoje estatuir, mientras que la verdad de los enunciados de hechos depende del mundo, que no es factura nuestra.
Por este motivo, el hallazgo de un gran número de ejemplos favorables a una hipótesis no excluye la posibilidad de que investigaciones ulteriores arrojen contraejemplos (excepciones). En otras palabras, un elevado grado de confirmación no garantiza la verdad de una proposición: sólo muestra que ella es plausible.

Esta dificultad para alcanzar verdades exactas y definitivas acerca del mundo real sugirió al célebre filósofo Karl Popper (1902-1994) que lo más que podemos pedir de una proposición referente a hechos es que resista las tentativas de falsarla.
Más precisamente, Popper propuso la falsabilidad como criterio de cientificidad: una proposición sería científica si y solamente si se pueden imaginar circunstancias en las que sería falsa. Por ejemplo, la hipótesis de que nuestro universo es uno de los tantos universos paralelos no es científica, porque no hay manera de entrar en contacto con los presuntos universos alternativos.

Según Popper, no habría un paraíso de enunciados fácticos: sólo existirían el infierno de falsedades y el purgatorio de las conjeturas por falsar. Esta doctrina suele llamarsa «falsacionismo». También podría llamársela «masoquismo gnoseológico», porque lo cierto es que los científicos procuran verdades, aunque sean aproximadas, y triunfan en la medida en que las encuentran.

Por ejemplo, siguiendo a Popper, la hipótesis de que la Tierra es chata habría sido científica antes del viaje de Magallanes, porque era falsable, ya que se podía imaginar un viaje alrededor del mundo. En mi opinión, no lo era, y esto por un motivo diferente: porque era incompatible con el grueso del saber científico de la época. En efecto, contradecía la suposición de la antigua astronomía griega, de que la Tierra es un cuerpo tan redondo como el resto de los cuerpos llamados celestes. La hipótesis de la Tierra chata era popular y estaba inscripta en la Biblia, pero los astrónomos sabían que era falsa mucho antes de Magallanes.

Diecisiete siglos antes de que la expedición de Magallanes diera la vuelta al mundo, el astrónomo griego Eratóstenes había calculado el diámetro de la Tierra. O sea, la tesis de la chatura de la Tierra no era científica porque era incompatible con el cuerpo del conocimiento científico de la época.

Creo que la falsabilidad no es necesaria ni suficiente para la cientificidad. En cambio, lo es lo que llamo coherencia externa, o compatibilidad con el grueso del conocimiento científico del día. La falsabilidad no es necesaria para la cientificidad, porque hay hipótesis científicas, tales como las de la existencia de ciertas cosas o procesos (p. ej., planetas extrasolares, ondas gravitatorias, células que emergen por autoensamble de compuestos químicos, etc.), que sólo son confirmables, pero en cambio son compatibles con el grueso de la ciencia.

Además, las hipótesis de alto nivel, tales como las de la mecánica cuántica y la biología molecular, no son testeables por sí mismas. Para someterlas a prueba hay que enriquecerlas con premisas que representan rasgos particulares del objeto estudiado. Además, es preciso «operacionalizarlas», o sea, traducir términos teóricos a términos empíricos (p. ej. transformar temperaturas en alturas de columnas termométricas).

La falsabilidad no es suficiente: hay hipótesis no científicas, tales como la determinación de la personalidad por los astros o por el entrenamiento de los esfínteres, que han sido refutadas hace tiempo. Pero ninguna de ellas es compatible con el grueso del conocimiento científico.

Además, la falsación no es más concluyente que la confirmación. En efecto, todos sabemos que hay errores de observación o de cálculo. Desgraciadamente, ni Popper ni los positivistas a quienes criticó tuvieron en cuenta los errores de distintos tipos que afectan a los datos empíricos. Por esto, Popper creyó que los hallazgos negativos son definitivos, y los positivistas afirmaron que los positivos sí lo son.

En rigor, el criterio popperiano de falsabilidad se aplica exclusivamente a las llamadas hipótesis nulas, de la forma «las variables A y B no están asociadas entre sí». En efecto, lo primero que hace el científico que se enfrenta a una de ellas es intentar falsarla. Si lo logra, o sea, si encuentra que A y B están relacionadas entre sí, procede a formular una hipótesis afirmativa y precisa, tal como «B es una función exponencial de A». Pero ni Popper ni sus discípulos se han ocupado de las hipótesis nulas, ni en general de la estadística.

Con todo, que una hipótesis sea infalsable en principio es una llamado de atención siempre y cuando no se presente junto con otras hipótesis o cuando sus laderos sirvan solamente para protegerla. Esto último pasa con la hipótesis freudiana de la represión, cuya única función es proteger a la fantasía edípica. («El que digas amar a tu padre refuerza mi sospecha de que lo odias: tu superyó ha reprimido tan fuertemente tu odio, que no te das cuenta»).

Un caso similar es la hipótesis de que todos procuramos maximizar nuestras utilidades esperadas. Si se aduce un contraejemplo, tal como el del fumador que al inhalar con placer se expone al cáncer o el de quien hace favores sin esperar recompensa, se le contesta: «¡Ah, pero es que el fumador y el altruista sienten placer, aunque el primero arriesgue su salud, y el segundo, su patrimonio!».

No hay, pues, manera de poner a prueba el postulado central de las teorías de la acción racional. Además, dicho postulado es incompatible con la economía experimental, que muestra que solemos evitar riesgos y contentarnos con ganancias razonables.

En conclusión, la falsabilidad es importante, porque controla la imaginación. Pero no lo es más que la congruencia con el grueso del conocimiento. En todo caso, los investigadores aspiran a confirmar sus teorías favoritas, no a falsarlas. El Premio Nobel nunca se concedió por falsar hipótesis. Análogamente, el labrador no se limita a desmalezar, sino que pone su mayor esfuerzo en cosechar algo comestible y vendible.

En resumen, la falsabilidad es deseable pero no es necesaria ni suficiente. Mucho más importantes son la confirmabilidad y la congruencia con el grueso del saber.

Publicado en 100 ideas (2006)

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