Por qué niego la religión

Por: James Randi

 

La página de esta semana1 estará dedicada enteramente a la religión. He llegado a un punto donde tengo que descargarme sobre este tema que, hasta ahora, he sentido que se hallaba fuera de los temas que la JREF2 maneja. Dado que la religión surge como parte de los tantos argumentos que apoyan otras afirmaciones fantásticas, quiero mostrarles que aceptarla es de la misma naturaleza que aceptar la astrología, la EPS («percepción extrasensorial»), la profecía, la rabdomancia (también llamada «radiestesia») y la otra miríada de extrañas creencias que manejamos cada día.

Con anterioridad me he excusado de participar en acaloradas discusiones de esta persistente noción, sobre la base de que no ofrece ninguna evidencia examinable, a diferencia de lo que hacen las otras creencias en lo sobrenatural… aunque esos exámenes siempre han mostrado resultados negativos. No se puede discutir lógicamente con la gente religiosa, porque afirman que sus creencias son de tal naturaleza que no pueden examinarse, simplemente «existen». En lugar de discutir o intentar razonar con sus estándares, me conformaré con señalar, brevemente, cuán improbables, irrazonables, caprichosas y fantásticas son sus afirmaciones básicas, refiriéndome en su mayor parte a aquéllas con las que tengo más familiaridad, por mi experiencia personal.

Con frecuencia recibo críticas de creyentes en asuntos psíquicos y dogmas religiosos, ofendidos, que me acusan de ser uno de esos temibles «materialistas»; o de ser incapaz de aceptar las maravillas que ellos eligen adoptar, por estar «encerrado» en una visión del mundo que acepta sólo la versión científica «inamovible» y «ortodoxa» de cómo funciona el mundo. Esas palabras entrecomilladas son extractos directos de reprensiones recientes a las que fui sometido. Primero que nada, la palabra «inamovible» no puede en modo alguno aplicarse a la verdadera visión científica. Mi definición favorita de ciencia, concisa y que admito haber inventado, es: La ciencia es la búsqueda de verdades básicas sobre el Universo, una búsqueda que desarrolla afirmaciones que parecen describir cómo funciona el Universo, pero que están sujetas a corrección, revisión, ajuste, o incluso rechazo liso y llano, en caso de presentarse evidencia conflictiva o mejor.

La ciencia es una disciplina que hace frecuentes concesiones mientras intenta aproximarse mucho a esa elusiva meta llamada «verdad», pero sabiendo que cualquier conclusión a la que pueda llegar es simplemente la mejor del momento. Cualquier declaración ( , por ejemplo) es «verdadera» cuando se aplica a las balas de cañón lanzadas desde torres inclinadas; sin embargo no describe exactamente la interacción de objetos muy pequeños o muy grandes como electrones o galaxias. Eso no la vuelve «errónea», simplemente limitada. Declaraciones más abarcativas, tales como la relatividad o la cuántica, describen mejor un espectro más amplio de interacciones físicas, pero enterradas en esas declaraciones más avanzadas encontramos la anterior, más simple, la cual confío en que mi lector reconocerá como una de las enunciadas por ese sujeto llamado Newton. La estructura de la Ciencia misma también está en estado de desarrollo constante; idealmente, no tiene un estado «ortodoxo» en el cual se estabiliza de forma confortable y complaciente.

Sólo hace falta un nuevo estándar estadístico o una innovación en la observación para cambiar su enfoque ante cualquier evento o decisión con los cuales estaba anteriormente -de forma tentativa- satisfecha, pero el verdadero científico no lamenta ni rehúsa tales mejoras de enfoque o técnica, por el contrario adoptándolas y ajustándose a la comprensión nueva y mejorada del mundo que se halla disponible. A la religión, en contraste, le repele la duda honesta, prefiriendo la aceptación ingenua y sin cuestionamientos. Es el deseo de ajustarse lo que proporciona la verdadera gloria de la Ciencia, en mi opinión de aficionado. Esto se halla en claro contraste con los axiomas de la religión, los que se vanaglorian orgullosamente de sus inflexibles «verdades» para demostrar que «saben» ciertas cosas con certeza. Aún así, la Tierra es redonda, no plana, ni es el centro del Universo; esas revelaciones fueron prontamente aceptadas, absorbidas y aceptadas por la ciencia, primitiva como era en ese momento de la historia, y quienes las incorporaron a su visión del mundo no sintieron ningún dolor, aunque en algunos casos debe de haber habido algo de incomodidad y sorpresa, seguida por deleite. Eppur, si muove. Incluso si no lo dijo, estoy seguro de que hubiera querido hacerlo… Sí, soy un materialista.

Estoy dispuesto a que me demuestren que estoy equivocado, pero eso no ha sucedido… aún. Y admito que la razón por la que soy incapaz de aceptar las afirmaciones de las maravillas psíquicas, ocultas y/o sobrenaturales es porque estoy encerrado en una visión del mundo que exige evidencias en lugar de fe ciega, una visión que insiste en la repetición de todos los experimentos (en particular aquéllos que aparentan mostrar violaciones a un mundo racional) y una visión que requiere un examen abierto de los métodos utilizados para llevar a cabo esos experimentos. La decisión de ser un materialista es mía, la tomé luego de muchos años de consideración de lo que observé, y luego de leer a Bertrand Russell y a otros. Ya que no fue una simple reacción a la información que me llegaba, sino el resultado de examinar esa información, estoy orgulloso de mi decisión. [Una digresión: estoy orgulloso de ser estadounidense, escéptico y bright («ateo»). Sólo me siento orgulloso de aquello que he logrado, no de aquello con lo que nací o que me fue dado.

Elegí ser estadounidense y me gané esa distinción, me transformé en escéptico y sigo siéndolo aunque era difícil y aún me causa problemas, y ser un bright es un desafío a los millones que me etiquetan de inferior porque no soy supersticioso como ellos. No me importa; yo conozco y acepto el mundo real.] De niño, se me dijo que los salvajes estaban condenados a arder en sulfuro hirviente si no aceptaban a la «misericordiosa» deidad que se me describió, ¡incluso si no habían tenido la oportunidad de conocerlo/la! Esa deidad, por lo que me dijeron, tenía muchos de los serios defectos que se me dijo que debía evitar. Él/ella/ello era caprichoso, inseguro, celoso, vengativo, sádico y cruel, y exigía constante alabanza, sacrificio, adulación y reforzamiento del ego, o los castigos podrían ser muy severos. Descubrí, en mis tempranas observaciones, que la gente religiosa estaba muy temerosa, temblando y preguntándose si habrían cometido alguna infracción a la multitud de reglas que tenían que seguir. Estaban (y están) regidos por el miedo.

Ese no es mi estilo. Pero fueron las increíbles historias que me contaron las que me hicieron retroceder, incrédulo. Por ejemplo, me dijeron que hace unos 2.000 años una virgen del medio Oriente fue impregnada por algún tipo de fantasma, y como resultado produjo un hijo que podía caminar sobre el agua, revivir a los muertos, transformar agua en vino y multiplicar rodajas de pan y peces. Todo además de arrojar demonios. Esperó y aceptó una muerte brutal y sádica, y luego se levantó de entre los muertos. Había mucho, mucho más. Adán y Eva, decían, eran los humanos originales, depositados en un jardín para iniciar nuestra especie. Pero no entendía, y aún no entiendo, cómo si sólo tuvieron dos hijos varones, y uno de ellos mató al otro, de algún modo se las arreglaron para producir suficiente gente para poblar la Tierra, sin incesto, ¡lo que estaba claramente prohibido! Entonces algún profeta detuvo la rotación de la Tierra, un ejército hizo sonar cuernos hasta que cayó una pared, un sujeto llamado Moisés dividió en dos el Mar Rojo, e hizo que cayeran ranas del cielo… No hace falta que siga. ¡Y eso es sólo una pequeña parte de una religión! El Mago de Oz es más creíble. Y más divertido.

Sigo escuchando, de parte de los parapsicólogos, los religiosos y los ocultistas, sobre esta falta de voluntad a la que aluden, la reluctancia por parte de ciertos escépticos para considerar la evidencia. Puede ser que haya escépticos que coincidan con esa descripción, pero no conozco a ninguno. He escuchado sobre la supuesta negativa de los escépticos a creer, que se asemeja e incluso supera la dedicación del más ardiente entusiasta de la reencarnación, del más fanático doblador de cucharas, o del más devoto de los OVNIs. También he visto intentos por delinear las bases más o menos irracionales que subyacen bajo tales posiciones extremas. Se dice, con bastante exactitud, que la mente humana necesita una imagen comprensible del universo en el cual vive; la búsqueda de patrones es una técnica de supervivencia básica que está programada en nosotros.

También buscamos tener un entendimiento de nuestra propia existencia, y con frecuencia resulta que adoptar lo que podría describirse como un punto de vista religioso o «religioso-metafísico» parece facilitar crearle un sentido al supuesto enigma de la existencia. Me da la impresión de que los escépticos, hablando en general, evitan creer en hipótesis metafísicas, inverificables y anticientíficas, pero los credófilos prefieren creer que, cuando nos presionen, los escépticos admitiremos haber adoptado al menos cierto grado de enfoque metafísico. Esto sólo puede ser el intento desesperado de los credófilos por hacerse ilusiones, una declaración de que ellos no pueden creer que no todos son crédulos. Es algo con lo que simplemente no pueden identificarse, ni aceptar. He aquí la forma en la que los credófilos nos ven a los escépticos, y cómo intentan hacerse ver como racionales, en contraste con nuestra conducta inconstante: admitirán que muchos de ellos han adoptado posiciones religiosas heterodoxas; y puede que incluyan en la lista de ellas hombres de paja tan obvios y ridículos como la Teosofía o la Cienciología, sólo para mostrar que no están totalmente desprovistos de sentido común.

Dicen que aunque muchos escépticos reniegan de cualquier tendencia religiosa, aún así, agregan, tras cuidadoso examen, ellos (los escépticos) frecuentemente exhiben una profunda creencia en lo que los credófilos consideran la «doctrina metafísica» que llaman «materialismo». Esta doctrina, dicen, niega la existencia de entidades tales como mentes, almas y espíritus, y afirma que el universo físico constituye la totalidad de la realidad. Señalan que ya que el materialismo no puede considerarse probado científica o filosóficamente, este apego por nuestra parte puede deberse a una reacción a ciertos eventos y tendencias en la historia de la ciencia. Esto es una inversión del carro y el caballo, en mi opinión. Apartándome por un momento del tema, permítanme exponer aquí un punto de vista y un enfoque que ya he ofrecido antes. Los lectores tendrán presente el premio de un millón de dólares que ofrece la JREF. Muchos de los postulantes al premio (la mayoría) nos desafían para que refutemos su(s) afirmacion(es).

Nosotros respondemos que no afirmamos nada, que simplemente les pedimos que prueben sus afirmaciones. No intentamos, ni intentaremos, refutar aquello que ellos afirman es verdadero. De similar manera, los escépticos no intentan probar el materialismo. Es simplemente la mejor, más lógica y razonable explicación del universo. Eso es emplear la economía de pensamiento. Y el materialismo puede verificarse; un atributo que los credófilos dicen con frecuencia que no es aceptable ni necesario dentro de su punto de vista sobrenatural. Los escépticos no permiten la invención de situaciones o entidades convenientes pero inverificables para establecer una afirmación, ni aceptan que pueda adjudicarse propiedades mentales o espirituales a la materia física, lo que da origen a la idea de las reliquias y lugares sagrados. Ejemplos de esto son el diente de Buda, el Sudario de Turín, Lourdes, la Piedra Negra de la Meca. Aristóteles, en cuyas enseñanzas se basa buena parte de la cristiandad, enseñó que había «esferas cristalinas» que arrastraban a los planetas y estrellas en sus viajes celestes, y que estaban asociadas con «motores» incorpóreos e indefinidos que proveían las fuerzas para mantenerlos en movimiento.

Él pensaba que esos «motores» eran de naturaleza espiritual, y que la relación de un motor con su esfera era la de un alma en relación con su cuerpo. Esta visión fue reforzada por posteriores intérpretes de Aristóteles como Tomás de Aquino en el siglo XIII, quien enseñó que la materia más básica se concebía, de igual modo, como poseedora de propiedades psicológicas. Aristóteles escribió que un objeto terrestre caía al suelo debido a su «aspiración» por alcanzar su «lugar natural». Esta visión animista del universo también se encuentra en las obras de William Gilbert, el físico inglés. Él apoyaba las ideas del filósofo griego Tales, quien atribuía la atracción magnética a la acción de un «alma magnética» en el mineral magnético natural conocido como calamita o piedra imán, y que la atracción era provocada por la emisión de un «efluvio magnético» del mineral. Gilbert creía también que la Tierra misma tenía un alma magnética.

En su posición tan cercana al Sol, decía, el alma de la Tierra percibía el campo magnético del Sol, y razonaba que uno de sus lados ardería mientras que el otro se congelaría si no actuaba, y por lo tanto decidía inclinar su eje en un ligero ángulo a fin de producir la variación de las estaciones. No se equivoque condenando a Aristóteles y a Harvey como malos pensadores; no lo eran. Trataron bien otros asuntos sobre los que escribieron. Es probable que si hubieran tenido acceso al conocimiento mejorado que se desarrolló luego del período en el que vivieron, hubieran aceptado y celebrado esa adición; eran científicos, aunque no se había alcanzado la estricta disciplina de esa profesión cuando declararon sus conclusiones. El hecho de que se hayan desvanecido esas fantásticas visiones animistas de la materia constituyente del Universo como resultado de los avances científicos no debe llevarnos a desdeñar las ideas de los antiguos; hicieron lo mejor que pudieron, y debido a las invenciones creadas libremente por sus religiones (vienen a la mente historias sobre nacimiento virginal y sobre panes y peces) no encontraron dificultad en sus asunciones algo menos imaginativas.

Sin embargo, va siendo hora que los paranormalistas, ocultistas y entusiastas religiosos de hoy acepten que sus propias asunciones ya no son, ni serán, aceptables. Tenemos que crecer. La religión está detrás de muchas de las principales tragedias de la humanidad. Un nuevo libro de Jon Krakauer se titula Under the Banner of Heaven: A Story of Violent Faith («Bajo el estandarte del Cielo: una historia de fe violenta»). La actual percepción del Islam como una religión particularmente militante (oficialmente impulsada y hermoseada para justificar nuestra presencia en Irak, en mi opinión) invoca horrendos recuerdos del fiasco del culto davidiano y del ataque de gas nervioso de Aum Shrinricko en el subterráneo de Tokio hace unos pocos años, y del suicidio «del fin del mundo» de los fieles en la secta «People`s Temple» de Jim Jones.

Esas son sólo unas pocas instancias dramáticas de los efectos del celo religioso que hizo que los creyentes más conservadores recularan, e incluso dudaran (por unos instantes) de la sabiduría de su fe. No hubieran debido ser necesarios tales eventos de alto perfil, repentinos y sangrientos, para llamar nuestra atención sobre este problema. Otras situaciones más penetrantes que están desarrollándose, a las cuales parece que nos acostumbramos debido a su presencia constante en nuestras vidas, deberían producir la misma alarma. La tragedia israelí-palestina, la guerra católico-protestante en Irlanda del Norte, la guerra étnica tamil-sinhalesa y las atrocidades hindú-musulmanas que diariamente cobran vidas y traen terror y agonía a tantos, son sólo continuaciones de antiguas confrontaciones entre variantes de ilusiones religiosas.

Los esfuerzos desesperados para sostener (por cualquier medio) el gobierno y poder de los sistemas religiosos vigentes que insisten en que poseen El Camino a la salvación y la vida eterna, tal como tan bien demostró la sangrienta Inquisición Católica que nos liberó no hace tanto tiempo, ilustran igualmente bien que una porción demasiado grande de nuestro conflicto es un resultado directo de la presencia de la religión. Y, en eventos tan menores como las elecciones locales, se puede jugar y de hecho se juega la carta de la religión, con gran éxito. Atesoramos nuestros errores, y los defendemos. Con frecuencia hasta la muerte. Y la actitud de que las creencias supersticiosas como la religión son inofensivas está muy equivocada. Richard Dawkins lo observó recientemente: Creo que puede afirmarse que la fe es uno de los mayores males del mundo, comparable al virus de la viruela pero más difícil de erradicar. La fe, al ser creencia que no se basa en la evidencia, es el principal vicio de cualquier religión. ¿Y quién, contemplando a Irlanda del Norte o a Medio Oriente, puede confiar en que el virus cerebral de la fe no es peligroso por demás?3 Siempre he hecho una diferencia entre «fe ciega» y «fe basada en la evidencia».

De ahora en adelante, usaré la palabra «fe» sin agregar «ciega». En lugar de «fe basada en la evidencia», diré «confianza». Tengo confianza en que el sol saldrá mañana, ¡o, más correctamente, en que la Tierra girará para enfrentar al sol!; y tengo fe en que George W. Bush en algún momento dejará de apelar a un dios o invocar la plegaria en cada una de sus apariciones públicas… Los credófilos tratan de establecer un paralelo entre la ciencia y la religión. Esa es una empresa inútil; la una es la exacta opuesta de la otra. No, tal como también escribe Dawkins, Aunque tiene muchas de las virtudes de la religión, [la ciencia] no tiene ninguno de sus vicios. La ciencia se basa en evidencia verificable. Encontramos la religión en buena parte de nuestra historia, nuestra filosofía, nuestra vida diaria y nuestro sistema legal. La mezcla de razas fue prohibida con base en reglas bíblicas, la esclavitud fue justificada por el mismo libro.

Es conveniente tener un antiguo conjunto de reglas para respaldar las acciones y conductas odiosas, especialmente cuando puede argumentarse que es necesario cierto nivel de «interpretación» (¡aunque nunca una negación total!) para que se apliquen en cualquier situación. En ese sentido, rechazo los gastados argumentos que tratan de excusar errores y disparates completamente obvios de la religión insistiendo que «en realidad no significan eso». Significa lo que dice, y ninguna coartada o explicación me convencerán de que no se suponía que los fieles realmente creyeran que el Universo fue creado en siete días. Decídanse: o es correcta, o está equivocada. Ahórrenme el argumento de que le debemos tanto de nuestro arte y cultura a la religión; eso es un error de atribución.

Las grandes obras de arquitectura, pintura, música y escultura que se prodigó para adular santos, deidades y sus descendientes, y los benditos fallecidos, fueron comisionados, auspiciados y pagados por aquéllos que los ofrecían como sacrificios, penitencia, homenaje y relaciones públicas. Esos ofrecimientos eran artículos de seguro, apaciguamiento y soborno para neutralizar transgresiones o para obtener una mejor posición en la fila. Fueron motivados por el miedo. Estoy de acuerdo en que la abundancia de trabajo creativo que podemos disfrutar como resultado de esta aprensión es mucho mayor, pero pienso con frecuencia cuánto mejor hubiera sido si el trabajo hubiera sido dirigido a (y planeado para) nuestra especie, en lugar de serlo para seres míticos en el cielo o bajo tierra. Bien, agradezco a la mitología por darme el Mesías de Händel, pero eso no compensa el sufrimiento, dolor, temor y los millones de muertos que no hacía falta que ocurrieran… Considere esto: un hombre cree (más allá de cualquier duda) que su dios es el único dios, es omnipotente y omnisciente, lo ha creado a él y al universo entero que lo rodea, y es caprichoso, celoso, vengativo y violento.

El mismo dios ofrece al hombre una alternativa entre arder en agonía eterna en un infierno con una precisa definición, o vivir para siempre en una variedad de paraísos, algunos de los cuales incluyen calles de oro y otros una amplia provisión de deleites virginales. ¿Hay alguna elección? ¿El hombre dejará de cumplir alguna de las órdenes o los caprichos de esta deidad? ¿Cómo podemos dudar que la religión es un sistema compulsivo que controla completamente a sus adherentes? Es una tiranía, una trampa, un desastre de tamaño y alcance infinitos. No quiero nada de eso. Examine la noción de un «dios amoroso». Este dios sólo lo ama si sigue las reglas. No se permiten preguntas, dudas ni objeciones. «Porque yo lo digo, ésa es la razón». Él/ella/ello lo ama como un granjero ama a un animal de tiro; uno es útil, obedece, y es dócil. Si se aparta de la senda, su primogénito será asesinado, si no sigue una orden caprichosa, se convierte en una columna de sal. ¿Eso es «amor»? Si es así, prefiero la indiferencia. A diferencia de los religiosos, que lo tienen todo cortado, predigerido y servido, yo estoy dispuesto a que me muestren.

Pero no aceptaré el argumento de las amenazas y el temor, no me creeré la excusa de que «no lo sabemos todo», y no tengo tiempo para argüir sobre las interminables fábulas anecdóticas a las que los fieles son tan afectos. ¿En qué cosas sí creo? Creo en la bondad inherente a mi especie, porque ésa parece ser una táctica y calidad positiva que conduce a mejores oportunidades de supervivencia, y a pesar de nuestra tontería, parece que hemos sobrevivido. Creo que este sistema de envejecer y eventualmente morir (un sistema resultado del proceso evolutivo, no del esfuerzo consciente) es un proceso excelente que crea espacio para miembros de la especie mejorados (ojalá), en un entorno que es cada vez más limitado. Creo que si no nos despabilamos y adquirimos un sentido de la realidad y el pragmatismo, nuestra especie hará lo que todas hacen en algún momento: dejará de existir, prematuramente.

También creo que sí nos despabilaremos, porque esa es una táctica de supervivencia, y somos realmente buenos sobreviviendo… También creo en los cachorritos y los ojos brillantes de un niño, en la risa y las sonrisas, en los girasoles y en las mariposas. Las montañas y los icebergs, los copos de nieve y las nubes, son delicias para mí. Sí, sé que esta percepción es el resultado de la programación de mi cerebro, junto con la experiencia y asociación incorporadas, pero ello no le resta un ápice a mi apreciación de los fenómenos. Sé que otros, de mi especie o no, pueden no compartir mi maravilla y aceptación de estos elementos que tanto placer me dan, porque tienen distintas necesidades y reacciones. Una nube es una masa de vapor de agua condensado en la atmósfera, lo sé. Pero puede ser un navío, un demonio, un águila, si me permito actuar como un ser humano, y aunque muchos lo dudan, frecuentemente lo hago.

El escritor Krakauer, en su libro Bajo el estandarte del Cielo, en relación con la premisa de que la violencia y el fanatismo se hallan fácilmente en la religión, escribe: Aunque el territorio lejano de lo extremo puede ejercer una atracción intoxicante en los individuos susceptibles de todas clases, el extremismo parece ser especialmente predominante entre aquéllos inclinados por temperamento o crianza hacia las búsquedas religiosas. La fe es la antítesis misma de la razón; la falta de juicio, un componente crítico de la devoción espiritual. Y cuando el fanatismo religioso suplanta al raciocinio, de pronto no hay límites. Todo puede suceder. Absolutamente todo. El sentido común no se compara con la voz de Dios… «La fe es la antítesis misma de la razón; la falta de juicio, un componente crítico de la devoción espiritual». Eso lo dice todo.

La Ciencia frente a las creencias religiosas

Por: Juan Antonio Aguilera Mochçomn

El viejo debate sobre las relaciones entre ciencia y religión, lejos de extinguirse por ausencia de novedades, ha cobrado vigor en los últimos años, sobre todo en el ámbito anglosajón. En Estados Unidos, los ataques a la enseñanza de la evolución por parte de activistas religiosos se están recrudeciendo, y han merecido una portada y un editorial de la gran revista científica Nature (2005). Como ha ocurrido en este caso, la respuesta desde las instancias científicas a los ataques directos a la ciencia por parte de algunos creyentes religiosos suele ser conciliadora con la religión en general, una respuesta que recibe el visto bueno de la mayor parte de los pensadores y autoridades religiosos. Habitualmente, en efecto, se defiende una posición próxima a esta:

«La religión ya no es enemiga de la ciencia. Ciencia y religión no son incompatibles, sino complementarias, y entre ellas se espera una “mutua armonía”. Cuando -por ejemplo- los creacionistas niegan la evolución se trata de una invasión inaceptable del terreno científico, y cuando algunos científicos pretenden que la ciencia diga algo sobre lo sobrenatural o quieren que la ciencia guíe todas las actividades humanas estamos ante una intromisión improcedente en el terreno religioso.»  Este espíritu conciliador se ha alentado en los últimos años desde diversos frentes. Tuvo una inusitada repercusión el número de 20 de julio de 1988 de la revista estadounidense Newsweek, cuyo titular de portada rezaba “Science Finds God” (“La ciencia encuentra a Dios”). Otras revistas recogieron el tema de forma similar y dieron cuenta de las crecientes iniciativas de diálogo entre “las dos vías de conocimiento”. Un incentivo no desdeñable de este diálogo “constructivo” en el mundo anglosajón lo supuso la creación de la Fundación Templeton, financiada por el multimillonario sir John Templeton. En 1972 convocó el premio Templeton para el progreso en la religión, dotado en 2005 con 795.000 libras esterlinas (aproximadamente un millón doscientos mil euros que se ha embolsado el premio Nobel de Física de 1964 Charles Townes): más que el propio premio Nobel, de hecho es el mayor premio monetario anual otorgado a un individuo. Pero son múltiples las iniciativas de esta Fundación; en 2004 apoyó en Barcelona la décima Conferencia Europea sobre Ciencia y Teología. Animados o no por estos reclamos, lo cierto es que son numerosos los científicos que han escrito en torno a esta idea de la “mutua armonía”. Destaquemos por su alcance estos libros de los ganadores del premio Templeton en 1995, 1999, 2001 y 2002, respectivamente: La mente de Dios, de Paul Davies (1992),Religión y Ciencia, de Ian Barbour (1997), God and Science, de Arthur Peacocke (1996) y Ciencia y Teología, de John Polkinhorne (1999). Pero ha tenido mayor impacto popular el libro que publicó, pocos años antes de morir, Stephen Jay Gould, el gran divulgador evolucionista y combatiente activo contra el creacionismo en Estados Unidos: Ciencia versus religión (Gould 1999). En él proclamaba -en línea con lo que ya propusiera Kant- el fin del viejo contencioso entre la ciencia y la religión, en particular la católica: cada una tendría un “magisterio” independiente. La ciencia se ocuparía del reino empírico, de los hechos del universo y de por qué éste funciona como lo hace; la religión, de los valores morales, los fines y el significado último. Según Gould, la religión católica y otras respetan esta división de tareas. Muchos otros científicos (y, por supuesto, muchos teólogos) han manifestado públicamente su coincidencia con Gould en esta visión armoniosa, no conflictiva, que no obstaculizaría el que los científicos coherentes fueran creyentes religiosos no menos coherentes.Sin embargo, en mi opinión, Gould llega a esa percepción de ausencia de conflicto sin atender en ningún momento al contenido doctrinal de las religiones: no hace el análisis de las creencias religiosas concretas. Así, no alcanza a ver este posible lugar conflictivo: el de la percepción y explicación de la realidad, el del “reino empírico”, en sus propias palabras. En efecto, encontramos una serie de creencias religiosas fundamentales en las que se hacen afirmaciones de gran calado sobre cómo es y cómo funciona el mundo, y, por tanto, sobre aspectos de la realidad de los que se ocupa la ciencia.Como al fin y al cabo quien esto escribe no es más que un científico, quiero empezar recogiendo lo que dicen los científicos en general sobre las creencias religiosas; más aún: respecto a las mayores creencias religiosas -como la relativa a Dios-, ¿son los científicos creyentes, o incrédulos?

Los científicos y Dios
La pregunta ya se la hecho un prestigioso físico español, Antonio Fernández Rañada, en su libro Los científicos y Dios (Rañada 2000). En la pág. 40 defiende la tesis de que “la ciencia y la religión son plenamente compatibles”, y en la pág. 44 se adscribe a la idea de que “por sí misma, la práctica de la ciencia ni aleja al hombre de Dios, ni lo acerca a Él”.
En la pág. 45 sostiene Rañada:“Desarrollaré la tesis de este libro siguiendo los testimonios de grandes científicos. Me parece necesario hacerlo así. La experiencia de personas como Maxwell, Einstein, Planck, Darwin o Monod está hondamente arraigada y expresa un compromiso vital profundo que les hace estar por encima de estereotipos, de modas o de interpretaciones superficiales.”

Rañada recuerda a los más grandes científicos de los siglos anteriores y llega a la conclusión de que casi todos eran “religiosos”. La palabra “religión” es polisémica y gracias a ello Rañada puede incluir entre los religiosos a autores como el pionero evolucionista Wallace o Einstein. Pero la creencia a la que se adhiere queda muy clara cuando concreta esta definición (pág. 59):Lo que se suele entender por Dios en nuestra cultura es el Dios personal de las religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo o islamismo. Es un ser creador y mantenedor del mundo, que administra justicia en una vida futura. Es posible tener una relación personal y directa con Él: se le puede adorar, rezar, amar, agradecer o hablar.”

Me parece una definición muy acertada, que apoyarían las autoridades oficiales y la inmensa mayoría de los creyentes de esas religiones. Pero, comoquiera que Rañada ciñe su estudio casi totalmente a científicos pretéritos, convendría saber qué piensan (qué creen) los actuales. Por fortuna, se han hecho al respecto en Estados Unidos unas encuestas muy acreditadas (sus resultados han aparecido en Nature y en Scientific American).En 1914 y 1933, el psicólogo James H. Leuba se propuso poner a prueba la hipótesis de que cuanto más instruida es la gente, menos probable es que crea en Dios. Para ello, realizó una encuesta entre científicos estadounidenses, y sus respuestas confirmaron la idea de que es mucho menos probable que crean en Dios los miembros de este colectivo que el público general. Leuba atribuyó esto a la mejor educación de los científicos, y se aventuró a predecir que con el paso del tiempo y el presumible aumento en la educación del público general, las creencias religiosas se harían cada vez más raras. En 1997 y 1998, Edward J. Larson y Larry Witham (el primero historiador de la ciencia en la Universidad de Georgia, el segundo periodista del Washington Times) publicaron dos artículos en Nature (Larson, Witham 1997, 1998) mostrando los resultados de sendos estudios en los que se repitieron las encuestas de Leuba. Éste había indagado sobre las actitudes de los científicos, concretamente, de los biólogos y físicos (incluyendo entre éstos a los matemáticos) estadounidenses, en lo referente a lo que él denominó “las dos creencias centrales de la religión cristiana”: la existencia de un Dios influenciado por la oración (en la que centraremos nuestro análisis), y la otra vida (afterlife). Abrevió como “creencia en un Dios personal” la fe en “un Dios en comunicación intelectual y afectiva con la humanidad, es decir, un Dios a quien uno puede rezar en espera de recibir una respuesta”: esta es la definición de Dios que aparecía en la encuesta; como vemos, muy acorde con la de Rañada. Ya en tiempos de Leuba hubo protestas por la naturaleza de las preguntas; por ejemplo, alguien decía que creía en Dios pero no esperaba que respondiese a las plegarias. Pero Leuba mantuvo que el Dios de su pregunta es el que postulan todas las ramas de la cristiandad. Y Larson y Witham no modificaron las preguntas para poder comparar los resultados con rigor.Leuba hizo sus encuestas entre científicos “normales”, por una parte, y “grandes científicos”, por otra. La distinción la hacía el propio American Men of Science, de donde obtuvo la lista de científicos. Larson y Witham, por su parte, han buscado biólogos, físicos y matemáticos en el ahora llamado American Men and Women of Science, pero éste ya no distingue a los grandes científicos, así que han tomado como tales a los miembros de la mucho más elitista National Academy of Sciences (NAS).Veamos en primer lugar qué pasa con los científicos “normales”. Como vemos en la Tabla 1, tanto en 1914 como ahora, aproximadamente el 40% de los científicos creen en un Dios personal. En cambio, la creencia en la inmortalidad ha caído de algo más del 50% a algo menos del 40%, y se ha duplicado sobradamente la increencia.En lo que respecta a la creencia en Dios, estos datos no corroboran una de las predicciones de Leuba, que esperaba que, gracias al progreso científico y educativo, la increencia religiosa crecería tanto entre los científicos estadounidenses como entre los estadounidenses en general. Como vemos, los científicos “normales” son hoy casi tan creyentes en Dios como entonces, y las encuestas Gallup sugieren lo mismo respecto a la población general: siempre más del 90 % de estadounidenses creyentes en Dios. (Sí parece haber un descenso en el caso de los españoles: un 79 % de creyentes en 1987, pero un 72,9 % en 2005; este porcentaje es la suma de las respuestas a “creo firmemente” (41,7 %) y “más bien creo” (31,2 %) frente a “más bien no creo” (5,4 %), “no creo, en absoluto” (9,2 %) o no contestan (0,8 %). Datos de Pérez-Agote y Santiago, 2005). Hay que señalar que en las encuestas no suele darse una definición precisa de Dios, del tipo de la que se empleó para los científicos; en este sentido nos interesa la encuesta publicada por Tom Rice (2003), según la cual el 83 % de los estadounidenses cree que Dios responde a las plegarias. En todo caso, los datos de unas y otras encuestas permiten decir algo más: el título del artículo de Larson y Witham es “Los científicos mantienen su fe”, pero, siguiendo a Máximo Pigliucci (1998), biólogo de la Universidad de Tennessee, más bien debería decirse que “Los científicos mantienen su poca fe”, pues tanto en 1914 como en 1996 el porcentaje de científicos que creen en Dios (40 %) es significativamente menor que en la población general (más del 80 %).Pero ¿lleva razón Pigliucci cuando explica el mantenimiento de los porcentajes de creyentes diciendo que el nivel de educación de la mayoría de los científicos es hoy probablemente comparable al que tenían en 1914, y que nuestra visión global del universo no ha cambiado dramáticamente desde entonces? Pigliucci concluye que “claramente, no hay mucha correlación entre el nivel de educación general y la capacidad para discriminar ficción y realidad”, pero creo que este autor no considera otros datos sociológicos y psicológicos que pueden empujar al pensamiento irracional. Esto permitiría entender lo que también señala el autor: a pesar de que ahora muchos más estadounidenses han estudiado más, no han descendido tampoco sus creencias en astrología, parapsicología u ovnis.En la segunda parte de su estudio, Leuba encontró en la elite científica mucha más increencia y duda (véase la Tabla 2).La “creencia en un Dios personal” cayó casi a la mitad en 19 años: un 27,7 % creían en 1914, y sólo un 15 % en 1933. El estudio de 1998 no hizo sino confirmar esa tendencia, pues la “creencia” bajó hasta el 7%, mientras que la “increencia” subió al 72,2 % y la “duda o agnosticismo” permaneció cerca del 21 %. (Véase la Tabla 2, y la Figura 1, donde se resumen los datos recientes sobre creencia en un Dios personal de los científicos y la población general de los Estados Unidos).La creencia en la inmortalidad bajó de manera similar, aunque en este caso el aumento en la increencia fue mayor (se triplicó de 1914 a 1998) y hubo además un fuerte descenso en el porcentaje de dudosos o agnósticos.La mayor propensión a la increencia de los “grandes” científicos, Leuba la atribuyó a su “superior conocimiento, entendimiento y experiencia”, y los resultados de 1998 confirmarían sus predicciones. Larson y Witham, a pesar de ser creyentes ellos mismos -Larson asiste a una iglesia metodista y Witham declara sentirse confortable con el Dios definido por Leuba-, no dejan de reconocer que el resultado de su encuesta es coherente con otros datos estadísticos, y citan al historiador Paul K. Conkin (1998): “Hoy, cuanto mayor es el nivel educativo de los individuos, o mejores sus resultados en test de inteligencia o de rendimiento, menos probable es que sean cristianos”. Los datos de que disponemos en España apuntan en el mismo sentido (Pérez-Agote, Santiago 2005, pp. 43 y 82): conforme aumenta el nivel de estudios, disminuye la creencia en Dios; el 90,4 % de los españoles sin estudios creen en Dios, pero sólo el 55,5 % de quienes tienen estudios superiores. Entre éstos, no reza nunca el 43,7 %, pero sólo el 15,8 % de quienes carecen de estudios. Los autores de este importante estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas llegan además a esta conclusión:”La sociedad española tiende a crecer en su nivel medio de estudios y, con ello, a decrecer en su nivel de religiosidad” (p. 124).Volviendo a las respuestas de los grandes científicos, cabe pensar que se deben a convicciones personales y no a una adhesión a una especie de toma de postura colectiva antirreligiosa -como alguien ha llegado a sugerir-. De hecho, un grupo de científicos de esa elite (NAS) proclamó públicamente en 1998, en un escrito en defensa de la enseñanza de la evolución en la escuela pública, que la ciencia es neutral sobre la cuestión de Dios. Bruce Alberts, presidente del NAS, declaró que “hay muchos miembros muy destacados de esta Academia, muchos de ellos biólogos, que son muy religiosos y creen en la evolución”. El biólogo Richard Dawkins, de la Universidad de Oxford, achaca este tipo de declaraciones a “cobardía”. Lo cierto es que, mientras en la encuesta confidencial los científicos de elite se revelan mayoritariamente ateos, suelen guardarse de manifestarlo en declaraciones públicas.Como vemos, el camino tomado por Rañada acaba volviéndose en contra de su tesis. Es muy significativo que en la p. 46 de su libro haga mención de los estudios estadísticos de Leuba, Larson y Witham sobre los científicos “normales” pero, en cambio, ¡ignore por completo los datos de los científicos “eminentes”!, que son mucho más pertinentes según su propia reivindicación del especial valor de las opiniones de éstos.Cabe añadir que, puestos a evaluar el peso de las opiniones de grandes científicos del pasado y actuales, deberían ganar nuestros contemporáneos sencillamente porque, por el propio desarrollo científico, disponen de mucha más información. Casi todos los grandes científicos de épocas pasadas creían en Dios, es cierto, pero también tenían otras creencias que se han demostrado falsas (por ejemplo, antes de Pasteur daban por cierta la generación espontánea). Es el caso de pensadores tan importantes como Descartes y Newton. Newton era alquimista y creía en la Biblia hasta tal punto que pensó el mundo acabaría con el Apocalipsis en 2060. En realidad, esto es aún posible, pero es que, además, creía que el Sol estaba habitado, que se podía obtener oro a partir del antimonio…Llegados a este punto, que podría parecer favorable para mis tesis posteriores, quiero hacer borrón y cuenta nueva, prescindiendo del mero recurso a la autoridad de personas “eminentes”.En efecto, una manera muy común de enfrentarse a un asunto conflictivo consiste en dejarse llevar por las autoridades en la materia. La falacia de la autoridad, también llamada argumento de autoridad, se produce cuando se proclama una tesis como verdadera sólo porque una persona de reconocido valor intelectual o moral (autoridad) la afirma. Esto tiene sentido práctico cuando uno no está capacitado para entrar en el fondo de una cuestión; así, si no entiende la mecánica cuántica, quizás sea lo más conveniente aceptar lo que dice un experto en esta disciplina si se está discutiendo un asunto que la atañe. Pero aunque en general es mucho más probable que sean ciertas las opiniones de un especialista que las de un lego, no es raro que el especialista se equivoque, y en las ciencias experimentales y en la filosofía el argumento de autoridad es muchas veces un obstáculo para la investigación.
Dijo Richard Feynman -¡toda una autoridad!- que la ciencia enseña que se debe dudar de los expertos. En definitiva, la opinión de una autoridad no es suficiente: deberá fundamentarla con razones y pruebas.Menos valor aún tiene el “efecto de halo”, tan común en nuestra sociedad, por el que una autoridad en una materia (o una persona simplemente “famosa”) es considerada autoridad en otra materia en la que no es experta. Y una última falacia a la que nos puede conducir el resultado de las encuestas es el “argumento de la mayoría”: lo que la mayoría crea debe ser verdad.En el tema que aquí nos ocupa, el posible conflicto con la ciencia de ciertas creencias religiosas, mi intención es que el lector llegue a sus propias conclusiones. Pero como antes de escribir, es obvio que yo he analizado el caso y he alcanzado una conclusión, quiero hacerla explícita para que se mantenga alerta y crítico conmigo: existen conflictos irresolubles entre la ciencia y algunas creencias religiosas fundamentales.Para poder opinar con conocimiento de causa, conviene empezar por comparar brevemente las características del conocimiento científico y del religioso.

El conocimiento científico

La ciencia es un conocimiento y un modo de conseguir conocimiento sobre la base de pruebas objetivas, que busca explicar de forma rigurosa cómo es y funciona el mundo. La ciencia incluye, en primer lugar, una serie de métodos empíricos y lógicos para la observación sistemática de fenómenos con el objetivo de entenderlos y explicarlos. Es lo que englobamos bajo el nombre genérico de método científico. En segundo lugar, la ciencia comprende el conjunto organizado y sistemático de conocimientos que derivan de aplicar los anteriores métodos. Lo podemos dividir en una serie de ciencias específicas -cada una con unas metodologías características- según el tipo de fenómenos empíricos que investigan: física, astronomía, geología, química, biología, …La ciencia trata de fenómenos y hechos de la realidad empírica (natural, que podemos percibir directa o indirectamente con los sentidos), se basa en la razón y no en sensaciones, opiniones infundadas o dogmas, es sistemática (busca constituir un cuerpo de proposiciones entrelazadas) e intenta ser explicativa, no sólo descriptiva (véase Bunge 1979 y Carrier 2001). En esta labor explicativa, que supone que el conocimiento y la metodología científicos son comunicables, resalta la búsqueda de coherencia, claridad y precisión. Se rechazan el gusto, la intuición o la conveniencia (tan decisivos en otros terrenos) como criterios de verdad. Hay que dejar constancia, no obstante, de que sigue habiendo controversias en las reflexiones teóricas sobre el método científico, pero donde sobre todo las hay es en el análisis del avance de la ciencia: las aportaciones clásicas de Popper, Khun, Lakatos, Feyerabend, Polanyi o Bunge siguen discutiéndose acaloradamente.Últimamente se insiste mucho en que la ciencia presupone unas creencias, lo que la hace similar a las religiones. Es cierto que para que la ciencia funcione son necesarios algunos presupuestos filosóficos. En la ciencia se acepta de entrada que hay una realidad externa, que nuestros sentidos nos dan una indicación al menos parcialmente aproximada de ella, y que esa realidad es inteligible. Asimismo se asume que el pasado es (o fue) real y que podemos confiar un mínimo en la memoria de la mayoría. Por fin, la asunción sobre el futuro es que los patrones y principios que han existido en el pasado probablemente continuarán existiendo, que hay una continuidad de los fenómenos. Son unas asunciones tan básicas que las necesitamos para sobrevivir. Pero, en ocasiones (¿en la mecánica cuántica?) incluso estos presupuestos pueden contravenirse desde la propia ciencia; ésta es capaz de superar las limitaciones y posibles errores de los sentidos… incluido el “sentido común”.Sobre estas bases tan elementales, la ciencia se construye gracias a un modo de hacer tan simple como extraordinario en la actividad humana. Para que algo se califique como ciencia, las observaciones deben ser verificables independientemente por otros. La mayor fuerza de la ciencia viene de que sus hallazgos están bajo sospecha, sujetos a prueba. Se deben eliminar de la consideración científica las impresiones subjetivas y los fenómenos sin pruebas. Una verdad “objetiva” es aquella sobre la que se pueden poner de acuerdo todos los observadores (en su caso, que estén completamente enterados del tema). El que esto se consigue se manifiesta en que hay una sola ciencia, independientemente del lugar de origen o de las creencias de los científicos. En resumen, el truco es usar estrategias que permitan un conocimiento lo más objetivo posible de la realidad. Se busca eliminar toda una serie de fuentes de error en nuestro entendimiento del mundo: superstición, pensamiento mágico, pensamiento guiado por el deseo (wishful thinking), pensamiento reprimido, autoengaño, refuerzo grupal, explicaciones ad hoc y post hoc, distorsión de los recuerdos, alucinación, ilusión, fraude… Se desarrolla un escepticismo que favorece un máximo de objetividad.Otro rasgo extraordinario de la ciencia, íntimamente ligado al anterior, es la asunción de provisionalidad. Se considera que el conocimiento científico es provisional porque es siempre susceptible de cambiarse o modificarse sobre la base de nuevas evidencias. Fue Karl Popper quien mejor defendió la falsabilidad como una característica esencial de las hipótesis científicas -aunque su papel en la historia real de la ciencia sea muy discutible-. Paradójicamente, la provisionalidad de la ciencia la hace enormemente fuerte, es una de sus grandes virtudes: el camino hacia la verdad no sería posible sin el cambio, sin la rectificación. La ciencia ha redondeado así el mayor y más efectivo control contra los errores, y progresa espectacularmente a pesar de las debilidades de los científicos.Decía antes que hay quienes acusan a la ciencia de no ser más que otro sistema de creencias. No podemos aceptarlo, pues tales “creencias” no se forman por “fe ciega o intuitiva”, sino que se basan en observaciones múltiples e independientes, en la aportación de pruebas rigurosas, en la resistencia a los intentos de falsación. En la ciencia se unen la supuesta fe (creencia) con la justificación empírica de modo que el resultado no es una fe, pues se está en las antípodas del “creer sin ver”.La ciencia no sólo somete a prueba hipótesis, sino también métodos, de forma que cada vez encuentra las mejores formas para acercarse a la verdad. Este es otro factor que añade fiabilidad a los conocimientos adquiridos vía científica. La ciencia se basa en la observación, y los experimentos son sólo una manera especialmente valiosa de llevarla a cabo. La contrastación (sometimiento a prueba) de las predicciones que generan nuestras hipótesis se puede hacer con experimentos, que tienen el interés de añadir controlabilidad, pero no siempre es posible hacerlos. Apenas podemos hacer experimentos con montañas, astros, ecosistemas naturales o personas: puede resultar imposible o ser carísimo, podemos interferir demasiado en los fenómenos, o simplemente pueden frenarnos los impedimentos éticos. En estos casos se hacen predicciones (o retrodicciones) de lo que se debería encontrar si la hipótesis es cierta… y la observación será lo que nos servirá para contrastar si se cumple o no lo que predecimos.Los objetivos principales de la ciencia son generar descripciones generales, pero también predicciones y explicaciones (a través de hipótesis, leyes y teorías). Los hechos son aquello que cuidadosamente hemos observado (a menudo como consecuencia de una hipótesis), y las teorías son explicaciones a esos hechos. Las leyes identifican y describen las relaciones entre los fenómenos observables, su conducta. Las leyes describen, las teorías expli-can: revelan las causas. Por ejemplo, Newton expuso leyes de la gravedad, pero no propuso ninguna teoría al respecto. Recordemos que una teoría científica no es lo que se entiende por teoría en el lenguaje coloquial; por el contrario, es una explicación que tiene una considerable cantidad de pruebas que la sustentan y que resiste los intentos de refutarla.El caso de Newton nos recuerda el carácter creativo de la innovación científica: la imaginación y la creatividad son esenciales para la actividad científica más interesante. Se necesitan para elaborar hipótesis, para idear metodologías concretas, para buscar aplicaciones prácticas, etc. La fuerza de la ciencia procede también, pues, de la conjugación de la creatividad con el rigor de la razón y la exigencia de pruebas.También hay que decir que la ciencia ni tiene la exclusiva de la racionalidad ni debe considerarse el único instrumento de conocimiento objetivo y verdadero. De hecho, habrá quedado claro que el conocimiento científico no se considera a sí mismo necesariamente “verdadero”.Por fin, conviene dejar claro que está fuera del alcance de la ciencia el emitir juicios de valor u opiniones estéticas, no importa que pueda llegar a explicar los mecanismos moleculares del goce estético o de las decisiones morales. En este último terreno, la ciencia puede decirnos qué puede hacerse -y qué consecuencias pueden tener nuestros actos-, pero no qué debe hacerse. Y puede aclararnos si las afirmaciones sobre la realidad en las que se fundamenta una moral son falsas, probablemente ciertas o inverificables.

El conocimiento religioso

¿Qué caracteriza, por su parte, al conocimiento religioso? ¿No busca conocer la verdad, como la ciencia? En principio, es claro que sí, incluso -según se declara- verdades de más envergadura, podríamos decir. La diferencia está en el procedimiento que se sigue para alcanzar las verdades. En las religiones, este procedimiento se basa en la tradición y en la autoridad.Por la tradición, la gente suele creer ciertas cosas nada evidentes porque los antepasados del lugar han creído lo mismo durante siglos. Además, las creencias se sostienen en que las sostienen personas importantes (autoridades).La tradición y la autoridad confluyen en la familia, en los padres. Como resalta Richard Dawkins (1995), millones de personas creen una serie de cosas posiblemente porque se les dijo que las creyesen cuando todavía eran suficientemente pequeñas como para ponerlas en duda. A los niños musulmanes, por ejemplo, se les dicen cosas distintas a las que se dicen a los niños cristianos, y ambos grupos crecen absolutamente convencidos de que ellos tienen razón y los otros se equivocan. Incluso entre los cristianos, los católicos creen cosas diferentes de las que creen los anglicanos, los adventistas, los testigos o los mormones, y todos dicen estar totalmente seguros de que son ellos quienes poseen la verdad. Cuando los niños crecen, otras autoridades toman el relevo de los padres: en la religión católica, curas, maestros y catequistas, bajo el control doctrinal de los obispos, y, por encima de todos, del Papa. En otras religiones encontramos autoridades como imanes, ayatolás, rabinos, pastores, gurús, diversos tipos de sacerdotes,… Pero no sólo en las religiones mayoritarias: en la inmensa mayoría de los casos las autoridades son masculinas, no pueden ser mujeres.También encontramos la tradición y la autoridad unidas en el singular crédito de la fuente de conocimiento característica de las grandes religiones occidentales: la llamada revelación escrita, los libros sagrados. Sobre estas bases, las religiones suelen hacer afirmaciones dogmáticas y pretendidamente “inmutables”. Por la fe religiosa, no sólo se deben creen cosas sin pruebas, sino que, en ocasiones, hay que creerlas aunque haya pruebas en contra: se considera que esto precisamente pone a prueba y refuerza la fe. No es que se rechace abiertamente la razón, sino que, como se dice en la encíclica Fides et ratio, la razón está “iluminada” por la fe. Para entender qué significa esto baste analizar un texto oficial reciente de la Iglesia: en la Nota del Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española del 5 de mayo de 2005 contra la ley de los matrimonios homosexuales, en tres ocasiones se arguye una contradicción, no ya con la moral católica (que es simplemente “la ley moral”), sino con la razón o la “recta razón”. Es evidente que se entiende que la razón está subordinada a la fe.Como se ve fácilmente, estamos en las antípodas de la provisionalidad y la exigencia de constatación independiente que caracteriza a la ciencia. Pero hay que señalar que las religiones, a su pesar, no logran escapar al carácter revisable y caducable de sus creencias.
El Dios del Viejo Testamento parece ahora un tipo colérico y vengativo. O repárese en las fechas de instauración de los dogmas católicos sobre María: la virginidad de María no fue un dogma hasta la Constitución apostólica del 7 de agosto de 1555; el dogma de la Inmaculada Concepción fue proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854; y la tradición que afirma que el cuerpo de María fue elevado al cielo se declaró que era una creencia oficial de la Iglesia católica en 1950.Resumiendo, tenemos de un lado datos, leyes y teorías científicas: muy contrastados, muy resistentes a los intentos de refutación, “universales”… y de otro creencias y dogmas religiosos: no verificados, sin pruebas, múltiples e incompatibles entre sí…Hay personas dispuestas a morir por defender unos “conocimientos”, unas aseveraciones; o a matar a quien no los crea. Se podría pensar que tienen muy buenas razones -evidencias- para mantenerlos. ¡Lo que ocurre es justo lo contrario!: normalmente, estas aseveraciones que desencadenan odios y guerras son las más carentes de pruebas, las de tipo religioso. Las diferencias de opiniones científicas, el abatimiento de teorías… rarísima vez llevan la sangre al río, jamás mueven turbas vengadoras. Dice Dawkins (2001):“Etiquetar a las personas como enemigos merecedores de la muerte a causa de desacuerdos en la política del mundo real es bastante malo. Hacer lo mismo a causa de desacuerdos sobre un mundo ilusorio habitado por arcángeles, demonios y amigos imaginarios es ridículamente trágico.”

En nuestras propias sociedades modernas occidentales y democráticas, uno puede burlarse de Einstein y sus postulados -apoyadísimos en la razón y la evidencia- sin mayor peligro que el desdén, pero ay de quien se atreva contra un dogma religioso -nunca verificado-. Incluso personas y organizaciones que arremeten con furor y sarcasmo contra las pretensiones de conocimiento de astrólogos o futurólogos, callan en público ante las religiosas. Sin duda las personas religiosas están en su derecho de serlo: merecen todo el respeto, pero no creo que pueda decirse otro tanto de las propias creencias religiosas, si eso quiere decir que se prohíbe discutirlas públicamente. Quiero reclamar el derecho (¡y el deber!) de someter a duda escéptica, a escrutinio científico, también las creencias religiosas, y aquí lo haré con las católicas, si bien pienso que llegaría a conclusiones similares con las de cualquier otra religión teísta.Me centraré exclusivamente en aquellas creencias religiosas que se refieren a la realidad física, material. Puesto que esta realidad es el terreno propio (no digo exclusivo) de la ciencia, cabe preguntarse si aquí hay colisión. En mi opinión, este es el punto de posible conflicto profundo entre ciencia y religión; otros desencuentros entre científicos y religiosos, con ser todo lo importantes que se quiera para las vidas de los afectados, pues son conflictos de intereses, no tienen ese calado y alcance. Dice Polkinghorne (1998, p. 12 de la trad. española) que “durante los últimos años, ningún otro asunto ha despertado tanto interés… en los escritos de la comunidad de estudiosos de las relaciones entre ciencia y religión” como el de si “es posible concebir que, en el universo ordenado que nos describe la ciencia, tengan lugar acciones divinas singulares”. Pero este asunto es, en mi opinión, donde el propio Polkinghorne, Peacocke, Barbour, Gould y tantos otros mantienen una posición oscura, elusiva, ambigua, o netamente anticientífica, y es el asunto que ahora quiero tratar.Desde el punto de vista científico, hay todo un grupo de creencias religiosas especialmente retadoras, desde su propia definición, para la ciencia: las que afirman la realidad de los milagros.

¿Qué supone un milagro?

 Aceptemos la definición de milagro de la Real Academia Española de la Lengua, que es esencialmente con la que ya trabajaron autores de la talla de Hume y Spinoza, y que coincide con lo que entiende la mayoría y las autoridades católicas: “Hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino”. Permítanme que no entremos en mayores consideraciones teóricas, sino que, para que se comprenda claramente lo que suponen los milagros desde el punto de vista científico, tratemos un par de ejemplos, los sugeridos por Polkinghorne (1998, p. 124). Empecemos por el milagro quizás más intrascendente, incluso frívolo, de Jesús, el primero que hizo, según los Evangelios: la conversión, a regañadientes y a instancias de su madre, de unos cientos de litros de agua en vino en las bodas de Caná. Ciertamente, parece insignificante en todos los sentidos, no parece un gran alarde esa transformación.Pero veamos. Un litro de vino puede tener aproximadamente 100 gramos de etanol, que incluyen unos 2.600.000.000.000.000.000.000.000 (más de dos cuatrillones y medio) átomos de carbono… átomos que no estaban en cada litro de agua cananea (en el agua hay algo de carbono, en forma de bicarbonato, por ejemplo, pero es una cantidad insignificante frente a la que estamos considerando; además, recuérdese que en este cálculo sólo estamos teniendo en cuenta la aparición de etanol). ¿Cómo se puede obtener ese carbono de nuevas? Si no haycreación absoluta (véase luego) y partimos de agua, habría que usar los átomos de ésta, hidrógeno y/o oxígeno. Nos puede proporcionar una pista el origen natural de los átomos de carbono en la historia del universo (véase Mason 1991). No mucho después del big bang, según los muy verosímiles modelos actuales del origen y evolución del universo, sólo se formaron los elementos ligeros hidrógeno, deuterio, litio y helio. Se necesitaron algunos cientos de millones de años para que se formaran estrellas, se fusionara el hidrógeno en el  interior de estr hasta generar elementos pesados, y, finalmente, éstos se esparcieran por el espacio impulsados por los estallidos estelares conocidos como supernovas. Es decir, no pudieron formarse planetas con carbono (y otros elementos pesados) como el nuestro hasta que esos elementos procedentes de supernovas quedaron disponibles para la construcción de nuevos sistemas estelares.Toda esa tremenda historia que hubo que recorrer a lo largo de cientos de millones de años para que estuvieran disponibles los átomos de carbono la recapituló Jesús en un santiamén, para que no decayera una fiesta trivial. Sin embargo, Dios no había hecho nada por adelantar la disponibilidad de carbono y el surgimiento de la vida; tuvo que esperar miles de millones de años hasta que pudo aparecer la Tierra… Como se ve, es una pretensión de un calibre descomunal. (Si en vez de formarse el carbono a partir de hidrógeno… se postula otra posibilidad, como una creación absoluta, la violación de las leyes naturales es mucho mayor, si cabe). Y eso sin tener en cuenta que además de carbono tuvieron que formarse otros elementos, como nitrógeno, y que había que formar con ellos una gran cantidad y diversidad de moléculas: además de etanol, azúcares, ácidos, vitaminas, aminoácidos, otros compuestos nitrogenados…Como vemos, no sólo se trata de que se “suspendan” las leyes naturales, según tantas veces se dice en un intento de no afrentar a la ciencia, sino de que se contravienen de una forma muy profunda, como ya señalaron desde distintas posiciones los citados Hume y Spinoza (en todo caso, suspender esas leyes no es más que una forma de transgredirlas.) Un verdadero milagro no debe ser sólo un hecho extraordinario actualmenteinexplicado por la ciencia, sino que ésta nunca podrá explicarlo.El ejemplo analizado es un milagro intrascendente, que de hecho muchos teólogos que discriminan en los evangelios entre milagros verídicos e improbables, sitúan en este último grupo. Veamos pues otro milagro mucho más central en la religión católica, que nos permitirá otras consideraciones.

La resurrección de Jesús

Si la conversión de agua en vino choca contra lo que sabemos científicamente, imagínense lo que significa que un cadáver de varios días vuelva a la vida. Infinidad de microprocesos físicos, químicos y biológicos tendrían que ocurrir de una forma que jamás se ha constatado con rigor.Sin embargo, por extraordinariamente improbable que parezca un hecho, si se produce hay que admitirlo, no importa que ocasione una crisis científica descomunal. Aunque para Hume ninguna prueba podría demostrar un milagro, pues siempre sería éste más improbable que el error en los testimo-nios aportados, creo que sí sería posible registrar fehacientemente unos hechos que violaran las leyes naturales (aunque otra cosa sería probar su origen sobrenatural). Podríamos estar aquí ante un caso, pues se aducen pruebas de la resurrección de Jesús. Recordémoslas brevemente.La creencia en la resurrección de Jesús se basa sobre todo en los testimonios evangélicos. Esos testimonios, en primer lugar, fueron escritos bastantes años después de la muerte de Jesús y no por testigos de los hechos. Pero es que, además, hay muy considerables contradicciones entre ellos. Si esos testimonios se llevaran a un juicio normal, el juez no dudaría en considerarlos carentes de fuerza probatoria.Conviene recordar la máxima que popularizó Carl Sagan: “afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias”. Si lo que se afirmara fuera que Jesús murió como consecuencia de la crucifixión, aún habría dudas, pero no habría motivo para sospechar que no pudo ser así.Además de los debilísimos testimonios evangélicos, muchos creyentes cristianos han hecho una fuerte apuesta al decir que hay una prueba física contrastable de la resurrección de Jesús: la llamada sábana santa.En España fue el conocido ufólogo Juan José Benítez quien popularizó el asunto. En 1978 dijo que “Científicos y técnicos de la NASA -después de tres años de estudio- han aportado datos suficientes como para deducir que Cristo resucitó”. Recientemente ha tenido oportunidad de defender la autenticidad de la sábana santa en una serie suya en la televisión pública estatal. La NASA no ha examinado nunca el lienzo de Turín. La investigación corrió en realidad a cargo del Proyecto para la Investigación del Sudario de Turín (STURP), de la que formaban parte, a título particular, algunas personas vinculadas a la NASA. Un miembro muy notable del equipo era Walter McCrone, considerado a la sazón el microanalista forense más competente del mundo, pero fue expulsado del grupo. La razón fue que, tras analizar los rastros de supuesta sangre, McCrone llegó a la conclusión de que lo que había era bermellón y ocre rojo en un medio de témpera al colágeno, materiales comunes para los artistas del siglo XIV: la imagen era una bonita pintura medieval.Estos resultados fueron demoledores, pero faltaba un estudio que para muchos era crucial (pocas veces mejor dicho): la determinación objetiva de la edad de la sábana. Vittorio Pesce, antropólogo de la Universidad de Bari, mantenía que la sábana había sido confeccionada entre 1250 y 1350. Y es que los documentos históricos, la iconografía, los materiales y las técnicas empleadas coincidían en situar la aparición de la sábana en Francia a mediados del siglo XIV. En 1988 el Vaticano aceptó al fin que se sometiera la sábana santa a la datación mediante radiocarbono. Los análisis científicos fueron llevados a cabo de manera independiente por tres laboratorios de Estados Unidos, el Reino Unido y Suiza. Unánimemente concluyeron que el tejido del sudario de Turín había sido confeccionado entre los años 1260 y 1390 (margen estadístico establecido con más del 95 % de confianza). “Los resultados proporcionan pruebas concluyentes de que el lino del sudario de Turín es medieval”, establece el informe publicado por veintiún científicos en la revista Nature (Damon et al. 1989).La Iglesia acató el veredicto de la ciencia; pero el cardenal Anastasio Ballestrero confirmó “su respeto y su veneración a esta imagen de Cristo, que sigue siendo objeto del culto de los fieles”. El Vaticano no asegura que la sábana envolvió el cuerpo de Jesucristo, pero la considera una obra que refleja el sufrimiento de la Pasión de forma coherente con la tradición cris-tiana. El mensaje, a menudo, es ambiguo. El papa Juan Pablo II visitó en Turín la sábana santa el 24 de mayo de 1998. Su discurso ante ella se tituló muy significativamente “La Sábana santa, espejo del Evangelio”, y en él dijo que “la sábana santa es una provocación a la inteligencia”.En la actualidad, numerosos autores católicos cuestionan todos los resultados científicos y he podido constatar de manera directa que hay profesores de religión que en los centros escolares españoles siguen defendiendo ante sus alumnos las insensatas tesis de Juan José Benítez (algunas, pues otras, no menos insensatas, son incompatibles con el catolicismo). Sólo me queda añadir algo obvio que suele olvidarse: aunque la sábana tuviese casi dos milenios, aunque realmente hubiera envuelto el cuerpo de Jesús, ¿dónde estaría la demostración de su resurrección?

Milagros contemporáneos

Los milagros son importantes para la religión católica -y otras- no sólo para apoyar el carácter divino de su mensaje, sino para atraer a la gente con la esperanza de que Dios -o un intermediario- alivie sus cuitas o le proporcione bienes de diverso tipo. Si interesa tanto que en el pasado haya intervenido Dios en los asuntos humanos es porque alienta lo que un creyente religioso común quiere: que le ayude a él en esta vida y que le garantice la otra. Y, en efecto, se cuentan numerosas historias de intervenciones divinas, milagros, realizados por Dios mismo o por intermediación de al-guno de sus santos siervos pretéritos o contemporáneos. Se cuenta… pero nunca se ha probado un milagro con rigor científico.Es evidente que se dan curaciones espontáneas extraordinariamente infrecuentes y llamativas, y que en algunos de esos casos no llega a saberse el mecanismo de la curación. Pero eso no basta para proclamar que se han violado las leyes naturales mediante una intervención sobrenatural. En muchos casos, esta supuesta intervención ni siquiera se ha solicitado.Los milagros no son el único tipo de fenómenos de los que se dice que contravienen las leyes naturales: están también muchos de los llamados fenómenos mágicos y paranormales. Alguna Universidad, como la de Edimburgo, ha hecho frente directamente a estas pretensiones, rechazándolas en todos los casos de estudios controla-dos. Pero destaca la muy acreditada labor del CSICOP (Comité para la Investigación Científica de los Supuestos Hechos Paranormales), creado en Estados Unidos en 1976: la investigación científica de los supuestos hechos paranormales invariablemente ha probado la falsedad o la normalidad de éstos. Sin embargo, parece que ningún centro científico de prestigio se decide a afrontar sin reservas el asunto de los milagros, aunque sí hay científicos y médicos que, a título particular, se pronuncian -en uno u otro sentido- sobre fenómenos tales como las curaciones inesperadas.Pocas veces hay declaraciones tan claras como esta de Paul Davies (1999, p. 65 de la trad. española): “la ciencia rechaza los milagros genuinos”. Es llamativa la tarea de un afamado ilusionista, James Randi, como experto en desenmascarar farsantes. Randi creó una fundación para diferenciar el ilusionismo de los fenómenos paranormales y milagrosos. De hecho, instauró hace años un premio de un millón de dólares para quien consiga demostrar, en un entorno controlado, ese tipo de fenómenos. De momento nadie ha pasado de las pruebas preliminares. Al margen de la cuestión de las pruebas, con todos los milagros hay un problema de fondo desde el punto de vista del alcance de la ciencia. Se dice que los milagros están causados por Dios, la Virgen o los santos, quienes están en un mundo trascendente, más allá del dominio de la ciencia, de la realidad física. Pero entonces estamos ante una causa no física (fuera del ámbito de la ciencia) que produce un efecto físico (dentro del ámbito de la ciencia), lo cual es un contrasentido, un absurdo. O bien ese mundo trascendente no puede conectar con el mundo físico, con lo cual los milagros son imposibles, o bien sí son éstos posibles porque sí hay conexión entre los dos mundos, y entonces el llamado mundo trascendente sí sería objeto de indagación científica. En otras palabras: Dios no es objeto de la ciencia… mientras no se diga que Dios actúa sobre la realidad material.Se han hecho intentos de sortear estas dificultades apelando (véase Pol-kinghorne 1998 o Guitton et al. 1991) a un Dios que intervendría a través de fenómenos cuánticos no-deterministas y/o a través del caos determinista, en el que en ocasiones se produce el popular ‘efecto mariposa’ (gran sensibilidad a pequeñas alteraciones). Es un intento obvio de encontrar lagunas en la descripción científica de la realidad material donde hacer actuar a Dios sin problema. Parecería una especie de Dios que actúa donde no se le pueda coger in fraganti, no un Dios que juega a los dados, sino que truca los dados y se esconde. Realmente estas hipótesis no se han formulado con un rigor intelectual que reclame aquí mayor atención.En definitiva, acerca del “Dios personal” con capacidad de intervenir sobre el que se preguntó a los científicos, sí tiene que hablar la ciencia. En mi opinión, esto explica los resultados de los sondeos de Leuba, Larson y Witham, explica que el mayor conocimiento científico vaya habitualmente acompañado de una menor creencia en ese Dios capaz de alterar los procesos naturales.Hoy ya hay muchos teólogos más o menos conscientes de este conflicto de la religión con la ciencia a causa de las intervenciones divinas, y llegan a hablar de fe “a pesar de los milagros”, de los milagros como un obstáculo para la fe. Pero habría que preguntarse qué sería de las religiones, qué quedaría de la religiosidad popular sin los milagros, sin la esperanza de intervenciones desde el más allá en la vida personal. ¿No se invocan estas intervenciones en las prácticas religiosas, como las misas? Conviene conocer que en EE UU -ya que lo venimos tomando como referencia-, el 89 % de la población cree en los milagros (Winseman 2004); este valor sube al 95 % entre los cristianos (Harris Interactive 2003). En España, aunque sólo cree “con seguridad” en los milagros el 33 %, hay otro 30 % que “tiene dudas” (Pérez-Agote, Santiago 2005).Incluso entre quienes rechazan la idea de un Dios interviniendo providencial y frecuentemente en los asuntos humanos, abundan quienes no pueden prescindir de al menos unas pocas intervenciones divinas en la historia del universo. El origen de la vida, el origen del hombre y el propio origen del universo han sido y son momentos irrenunciables para el catolicismo oficial y popular.

El origen de la vida y del hombre

Es muy triste que en países avanzados como el nuestro la evolución apenas sea conocida, entendida y aceptada por una gran parte de la población. No parece haber datos estadísticos sobre los españoles, pero puede orientarnos -considerando los datos comparados de otras creencias religiosas- saber que un gran porcentaje de la población estadounidense sigue creyendo al pie de la letra las historias bíblicas sobre nuestros orígenes.En la encuesta de ABC News publicada el 15 de febrero de 2004, la mayoría dice creer que los relatos bíblicos -como el de Noé y el Diluvio (60%), o el de Moisés y el Mar Rojo (64%)- son “literalmente verdaderos”: están convencidos de que ‘el mundo’ tiene menos de 10.000 años. Después de casi 150 años desde Darwin, la historia de la creación en la que Dios creó el mundo en seis días es creída por el 61%. En la encuesta aparecen como mucho más creyentes en esos absurdos mitos los protestantes (creen en torno al 88 %) que los católicos (en torno al 48 %). En otra encuesta (Newport 2004), sólo el 35 % piensa que la evolución está bien apoyada en pruebas y sólo el 13% cree que en la aparición del hombre no intervino directamente Dios. Eso explica que el 76 % no se sentiría contrariado si en las escuelas públicas se explicara la teoría creacionista según la cual la especie humana procede de creación directa por Dios, no de la evolución (Carlson 2005). Con ese respaldo popular, extrañan menos los incesantes intentos de que no se explique la evolución adecuadamente en las escuelas: a los 80 años del célebre juicio contra el profesor John Thomas Scopes por enseñar la evolución, se ha celebrado un nuevo proceso en Kansas para llevar el antievolucionismo a la enseñanza. En definitiva, en Estados Unidos la mayoría aceptaría sin dudar el llamado “argumento del diseño”, y cabe pensar que en España el respaldo sería mucho menor, pero considerable. El argumento del diseño ha sido utilizado, junto a los argumentos ontológico y cosmológico, como prueba de la inevitable existencia de un creador del universo. El teólogo del siglo XVIII William Paley lo exponía en un pasaje muy conocido al comienzo a su Teología natural, o pruebas de existencia y atributos de la divinidad recogidas a partir de los aspectos de la naturaleza, de 1802. Básicamente decía que si la complejidad y precisión del diseño de un reloj nos fuerzan a concluir que tuvo un fabricante inteligente, las obras de la naturaleza nos fuerzan con mucho más motivo. Sin embargo, David Hume, en su Diálogos sobre la religión natural, publicado en 1779, ya había hecho una crítica demoledora a la lógica de la utilización del aparente diseño de la naturaleza como prueba positiva de la existencia de Dios: el argumento del diseño es sólo una analogía, que puede servir de guía para formular una hipótesis, pero no es un criterio válido de prueba; además, es una analogía débil si atendemos con detenimiento a las similitudes entre los seres vivos y los objetos diseñados por el hombre.A pesar de la contundencia de los argumentos de Hume, no había una explicación satisfactoria de la complejidad del mundo, sobre todo de la vida, ni pruebas de la aparición natural de los seres vivos. El principio de esta explicación y esas pruebas vino de la mano de Alfred Russel Wallace y, sobre todo, de Charles Darwin, cuando publicó en 1859 El origen de las especies. Desde entonces las pruebas del hecho evolutivo son abrumadoras, y sólo discuten la existencia de la evolución, conociendo esas pruebas, personas obcecadas (véase una buena divulgación evolucionista en Dawkins 1986).

Los defensores del “diseño inteligente” (una nueva versión del viejo creacionismo que evita hablar de una Tierra de 6.000 años de antigüedad), muchos de ellos en el Discovery Institute de Seattle, aceptan la evolución pero declaran que es imposible sin la mano guiadora de un impulsor. Intentan contar con un fundamento científico demostrando aquella imposibilidad, y están siendo cada vez más activos en los campus universitarios. De hecho, la revista Nature, pregunta desde su portada del 28 de abril de 2005: Is intelligent design coming to your campus? (¿Está llegando el diseño inteligente a tu campus?) Y en el editorial pide a los científicos que no se ignore esta “amenaza al mismo corazón de la razón científica”, que defiendan esta razón ante los estudiantes.Las “demostraciones” que propone el diseño inteligente lo que suelen probar es falta de conocimiento de los procesos evolutivos y, en general, de los mecanismos generadores de complejidad. Sus defensores desconocen, aparte de los mecanismos evolutivos biológicos que está desentrañando la genética, la biología molecular y la biología teórica en general, los mecanismos de alcance general que estudia la termodinámica de sistemas alejados del equilibrio, el caos determinista y otras aproximaciones a los fenómenos de autoorganización (véase Lewin 1999). En el mejor de los casos, nos las vemos con el viejo “Dios de los huecos” o “Dios tapaagujeros”, el que hace siglos valía para explicar tantas cosas, pero que ha ido retrocediendo empujado por el avance del conocimiento científico. Ese Dios que surgió de la ignorancia es un anacronismo que se mantiene por el peso de la tradición y por la propia ignorancia científica actual.Los defensores deldiseño inteligente parecen ignorar que la arquitectura y funcionamiento de los seres vivos, aun siendo sobrecogedores, distan, como señaló el propio Darwin, de la perfección. El gran biólogo francés François Jacob (1981) dejó claro que la evolución -si se quiere una imagen antropomórfica- actúa como una gran oportunista sin planes de futuro, aficionada al bricolaje, no perspicaz diseñadora. ¿No es notable, por ejemplo, que ningún animal haya incorporado el enormemente ventajoso movimiento rotatorio de las ruedas? (Holliday 2003).Los avances en el conocimiento de la evolución no han eliminado las fuertes controversias sobre aspectos concretos de los procesos y los mecanismos implicados, pero, dada la enorme coincidencia de todos los seres vivos conocidos sobre la Tierra en el plano celular y molecular, pocos dudan de que tienen un origen común. Es decir, cada célula de cada ser vivo (incluyéndolo a usted) procede de otra célula (omnia cellula ex cellula), que a su vez procede de otra… Esto nos lleva a un viaje ininterrumpido hacia el pasado en el que finalmente nos encontraríamos con una célula, o mejor, una población celular, que sería el ancestro común a todos los seres vivos (se la conoce en la literatura científica como LUCA, de Last Universal Common Ancestor).Incluso para muchos de quienes aceptan la evolución, y entienden que una especie se moldea mediante una acumulación de cambios a partir de organismos ancestrales y en ocasiones mucho más simples, la aparición de los primeros organismos sobre la Tierra supone un problema sin solución. Desde luego, es un problema que no resuelve la teoría evolutiva convencional, pues ésta se ocupa de las transformaciones de especies ya existentes. Pero el cómo pudo emerger la vida es un problema genuinamente científico, aunque con dificultades excepcionales: la ciencia podrá demostrar cómo pudieron ocurrir probablemente los hechos (el origen de la vida), e incluso probarlo en el laboratorio, pero parece que nunca podrá certificar que ocurrieron de esa manera. Desde que Alexander I. Oparin y John B. S. Haldane propusieron las primeras hipótesis científicas en torno al origen de la vida en los años 1920, y desde que Stanley L. Miller demostró en el laboratorio, en 1953, que la simulación de las condiciones de la Tierra primigenia originaba espontáneamente compuestos característicos de los seres vivos (aminoácidos), se ha avanzado mucho en la comprensión del problema y en el planteamiento de soluciones. Hoy es un campo activo y apasionante de investigación en el que quedan importantes asuntos que resolver para entender, sobre bases sólidas, cómo pudieron ensamblarse las primeras células; sin embargo, no son hipótesis científicas lo que falta (véase la de Günter Wächtershäuser (1988) como hipótesis modélica, y una perspectiva general en Aguilera (1993)). Por tanto, no se puede sostener -si no es por ignorancia o mala fe- que el origen de la vida es un problema que la ciencia no puede ni podrá explicar. Pocos científicos informados dudan de que el origen de la vida fue un suceso natural, espontáneo, aunque haya diversidad de pareceres en cuanto a la probabilidad del suceso dadas las condiciones adecuadas (lo que afecta también a la probabilidad de vida extraterrestre).Lo que sabemos del origen de la vida permite decir, una vez más, que la hipótesis de Dios es innecesaria. Pero yo añadiría -en la línea de François Jacob- que, si aceptáramos al Dios creador y diseñador como hipótesis de trabajo, concluiríamos que se trató (trata), aparentemente, de un ignorante en Biología molecular. El propio código genético, con el que se traducen los mensajes genéticos al lenguaje de las proteínas, parece fácilmente mejorable. De hecho, los humanos, que apenas hemos empezado a avanzar en Biología molecular, ya estamos proyectando la mejora de ese código en especies existentes… o en especies desarrolladas casi de novo. El último episodio de la evolución biológica donde las religiones suelen invocar la intervención divina es la aparición de la especie humana. La Iglesia católica, que acabó aceptando en 1992 que “la evolución es algo más que una hipótesis”, sigue manteniendo fuera del alcance evolutivo la aparición de los humanos: hubo Dios de intervenir para insuflar el alma. Este mito del alma, refutado de manera implacable y exhaustiva por Gonzalo Puente Ojea (2000), es uno de los últimos refugios del Dios tapaagujeros… sólo que, desde el punto de vista científico, cuesta ver qué agujero es el que se pretende tapar. Con los conocimientos científicos actuales, la hipótesis del alma no es solamente innecesaria o metafísica. La ciencia no sólo no la contempla por su materialismo metodológico, pues si se dice que el alma afecta a las funciones cerebrales, cae en las redes científicas: es una hipótesis del ‘reino empírico’. Pero como tal, está incluso pendiente de formulación rigurosa, me temo que porque la formulación clara choca de inmediato con los hechos y la razón. En estos tiempos es difícil imaginarse a alguien documentado que crea que Dios dirigió la creación y la evolución del universo y de la vida en la Tierra con el objetivo de llegar al hombre. La historia evolutiva que condujo a nuestra especie estuvo -como ha explicado convincentemente Gould- plagada de contingencias; la caída de un gran meteorito hace 65 millones de años, decisiva para el fin de los dinosaurios y tantas otras especies y para la prosperidad de nuestros antepasados, es sólo una de ellas. El conocimiento cada vez más profundo de la evolución (por ejemplo, a nivel genético y molecular) deja cada vez más clara la no singularidad de nuestra especie.La visión anticientífica, por motivos religiosos, de la especie humana y sus orígenes, tiene a veces consecuencias desgraciadas. Veamos como ejemplo el caso de la homosexualidad. Diversas religiones la consideran “contra natura” sobre la base de asignar a la naturaleza, y especialmente a los humanos, los propósitos divinos. Sin embargo, es evidente que la homosexualidad es natural, se observa en multitud de especies animales (véase Bagemihl 1999). Otro caso de creencias religiosas anticientíficas con efectos morales graves son la existencia de alma en los zigotos y embriones humanos -recordemos que hablamos de un alma capaz de afectar, en su momento, a la acción cerebral- y la virginidad de la madre de Jesús… además de las ya consideradas, como los hechos milagrosos en general (y la resurrección de Jesús en particular) y la evolución dirigida por Dios. En todos los casos se pone de manifiesto que la ciencia no puede dictar normas morales, pero sí señalar la verosimilitud de sus fundamentos.Ante las dificultades para defender una evolución guiada por Dios, y las intervenciones de seres trascendentes en general sobre el funcionamiento del mundo, muchos de los defensores de una acción divina orientada a la aparición de la especie humana han encontrado una solución en la cosmología: Dios habría generado el universo con sus leyes y ya no intervendría más. Dios actuaría de forma inmanente a través de las leyes naturales: no tiene que ir haciendo ajustes (incluso no debe), se soslaya el problema de la existencia del mal siendo Dios omnipotente e infinitamente bueno (teodi-cea) y se evita el conflicto con la ciencia. Más aún: la ciencia ofrecería indicios de esa acción divina primigenia. Veamos esto.

El origen del universo: ¿último refugio para Dios?

 Salvo los ofuscados creacionistas, pocas personas informadas rechazan la evolución del universo desde su explosivo principio, aunque haya apasionantes controversias sobre el proceso. Lo que ha resultado sorprendente ha sido la constatación de que, si en esos inicios se hubieran impuesto unas constantes físicas (la constante de Planck, o la intensidad de las cuatro fuerzas fundamentales del universo) ligeramente diferentes a las existentes, el universo no habría evolucionado de forma compatible con la vida que conocemos… con la existencia humana, por tanto. A esta constatación se la conoce con el nombre de «principio antrópico» (expresión introducida por Brandon Carter en 1974; véase Davies 1992). Hay una versión «débil» del principio que no es mucho más que el desarrollo lógico de la constatación señalada. Pero una versión «fuerte» añade que aquellas constantes fundamentales se seleccionaron para que apareciera la vida. En otras palabras, al comienzo del universo hubo un ajuste fino de las constantes, un ajuste intencionado. ¿Cómo explicar si no tamaña coincidencia? Es curioso que algunos defensores del diseño apelen a un Dios creador cósmico para generar un universo que hiciera la vida probable o necesaria y, al mismo tiempo, apelen a un Dios creador biológico para explicar el origen de la vida porque es sumamente improbable. ¿Es admisible, desde la ciencia, esa intervención única de un Dios, hace unos 14.000 millones de años? Un Dios que no sería aquel ser providente que ha guiado cuidadosamente la evolución de la especie humana, ese a quien se puede rezar para que obre milagros… Para empezar, lo evidente: apelar a un Dios creador para explicar el origen del universo no hace sino retrasar el problema hacia el origen de Dios mismo. No deben valer los trucos de asignar a ese Dios propiedades físicas, como la eternidad, y negárselas al propio universo físico. En definitiva: ese Dios no es que no parezca una explicación satisfactoria, simplemente no parece una explicación. El origen de todo, la cuestión de Leibniz (¿por qué hay algo en vez de nada?) es el problema de los problemas, pero desde la Física ha aparecido una propuesta de solución; se trata de la hipótesis de Alexander Vilenkin acerca del origen del universo a partir de una fluctuación cuántica aleatoria de la nada, pero no parece que eso sea posible sin violar los principios de conservación. Menos evidente es el asunto del aparente ajuste de las constantes físicas. Sin embargo, cuando lo que se plantea es la necesidad de recurrir a un ajuste intencionado, se está ignorando lo que la física hipotetiza, y lo que sabe (y no sabe), a saber:

  • No se conocen los mecanismos mediante los que esas constantes se generan. No se percibe ninguna razón por la que no podamos llegar a conocerlos algún día. Si llega ese día -como cabe esperar-, podremos discutir el asunto sobre bases más firmes.
  • No está demostrado que alguna forma de vida -o de inteligencia- sólo sea posible en un rango muy estrecho de parámetros físicos.
  • En el caso de que al generarse un universo existan varias (quizá infinitas) posibilidades de elección de constantes, hay diversas hipótesis puramente físicas que quieren explicar la existencia de este nuestro universo con las constantes adecuadas. Remito al lector a la lectura -en Internet puede encontrar exposiciones asequibles- de las hipótesis acerca de la existencia de una infinidad de universos -o un multiverso- aleatorios con todas las posibles combinaciones de leyes y constantes físicas (André Linde), lo que quizás sea más fácil de explicar que la existencia de un solo universo; la hipótesis relacionada del citado Vilenkin -desarrollada con variantes por Sean Carroll y Jennifer Chen- que opina que hay buenas razones para pensar que el universo es infinito, con infinitos big bangs; y la propuesta de una evolución por selección natural de universos (Lee Smolin, Quentin Smith). Victor Stenger (2003) ha hecho una magnífica labor divulgativa de estas “extrañas” hipótesis. Pero caben dudas sobre si en su estado actual son realmente hipótesis científicas: ¿son susceptibles de falsación? (requisitopopperiano).

En definitiva, el último reducto del Dios tapaagujeros empieza a verse inseguro. En cualquier caso, la negación desde la ciencia, más allá de dudas razonables, de la existencia de milagros y de almas, de un Dios providente y de otros seres trascendentes capaces de afectar a la realidad material sin ser objetos de la actividad científica, está siendo muy dura de asumir, incluso por buena parte de los científicos. Pero este reconocimiento de la realidad me parece un gran paso, y un paso necesario, en el tránsito de la infancia a la edad adulta. Especialmente si se quiere mejorar esa realidad.

Más allá de la ciencia

Como se ha dicho, la ciencia no nos da un sentido de la vida, una moral. Esto no es lo mismo que decir que, siguiendo a la ciencia, la vida carezca necesariamente de sentido, incluido el moral. La moral y el sentido son creaciones humanas que están fuera del ámbito científico, aunque, en mi opinión, tienen que estar muy atentas a la ciencia porque no deben ignorar los conocimientos sobre la realidad material. Pero, además, quizás el método científico pueda sugerir algunos comportamientos deseables en las relaciones sociales, en los conflictos: el rigor en la expresión, el rechazo de las falacias argumentativas, el mantenimiento de la duda razonable… La cultura científica y la razón crítica pueden ser emancipadoras, herramientas que nos permiten ser dueños de nuestra voluntad y nuestro pensamiento, auténticamente responsables. Nos sirven para evitar la irracionalidad en forma de percepciones falsas, errores lógicos, decisiones incoherentes, malas apuestas. Y para detectar manipulaciones y engaños. Los grandes males de nuestro tiempo (piénsese en los siguientes, ligados entre sí: la pobreza, el deterioro ambiental, la explotación laboral, las diversas formas y grados de terrorismo -incluido el ejercido desde el poder oficial-, el imperialismo, el militarismo, la colonización cultural…) no vienen de un exceso de racionalidad, como nos dicen los oscurantistas, sino, en buena medida, de su defecto. Vienen de que se sustituyen o disfrazan en parte las viejas formas de manipulación y dominio por otras que se alimentan de las nuevas tecnologías. Frente a todas, el conocimiento, la razón y la crítica son nuestras mejores armas. Y deberán emplearse a fondo a la hora de decidir los objetivos de las investigaciones científicas, de promover una ciencia al servicio de la humanidad, no preferentemente de los poderes económicos y militares, como hoy sucede.

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(1) Departamento de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Granada (España).
Publicado originalmente en la revista Mientras Tanto (publicación trimestral de ciencias sociales de la Fundación Giulia Adinolfi – Manuel Sacristán), vol. 95 (verano 2005), pp. 125-153.

Imaginarias líneas sin razón

 

abortoEl artículo del doctor Moreno:

La razón y las líneas imaginarias

En inmortal definición de Boecio, el ser humano es “sustancia racional”. Y es que el rasgo que distingue al hombre del resto de la creación es precisamente su capacidad de razonar. Pero ocurre que en ocasiones otros factores como las emociones, los sentimientos e intereses subracionales, entorpecen su visión y lo desvían del camino de racionalidad, con resultados generalmente lamentables. 

Precisamente esta posibilidad de desviarse de su sustancia racional había llevado a Kant, en su momento sin dudas más pesimista, a acuñar su conocida frase “el hombre es de una madera tan torcida que nunca llega a enderezarse”. El objeto de esta breve nota es apuntar, particularmente, un caso de madera torcida causada por el alejamiento de cánones mínimos de la razón.

El caso se me plantea por la discusión en estos días, en la Cámara de los Comunes (Inglaterra), sobre una nueva ley que permitiría la utilización de embriones humanos para el avance científico, la experimentación, la creación de embriones para salvar a hermanos, etc. Y esto, claro está, presenta el problema del estatus jurídico del embrión humano. La postura tradicional, sin dudas, era que la persona humana es un ser único e irrepetible, y, como tal, posee una dignidad sagrada que no puede ser violada por ninguna ley humana, la cual, en tanto no la respete, carecerá de esa fuerza jurígena que caracteriza a las leyes justas. Preguntándose la razón respecto a desde qué momento puede decirse que esa persona humana posee una dignidad absoluta –y una consecuente protección jurídica integral– la respuesta era simple: en toda su vida, es decir, desde su concepción hasta su muerte física definitiva.

Pero he aquí que los avances médicos han desviado a muchos del camino de la racionalidad, pidiendo que se tracen líneas específicas para determinar el momento a partir del cual debe tutelar el ordenamiento jurídico a la vida humana. Algunos, como el filósofo John Rawls, señalan que esta línea debe ser trazada a partir del primer trimestre de vida; otros, a las 24 semanas; otros, todavía, como la legislación británica propuesta, a las 20 y así sucesivamente. De esta forma, se impediría la protección jurídica del embrión, facilitando la experimentación, etc. Pero ¡qué extraños somos los humanos cuando nos ponemos a trazar líneas así, en forma discrecional! ¿O no fueron hombres los que trazaron una línea arbitraria en la década del 30 en Alemania, determinando que algunos sujetos podían contar con la protección del derecho, condenando así a millones que no lo estaban a la más atroz fortuna?

Mi tesis es que estas líneas –20 semanas, 1 día, 3 meses– no son precisamente trazadas por la razón humana, sino más bien por otros factores, que bien pueden ser sentimientos o intereses personales o prejuicios o, en la mayoría de los casos, una conjunción de todo esto. Pero lo que estoy seguro es que no responden a estrictos cánones de racionalidad que, en este caso, debe provenir de los expertos, que son los médicos o embriólogos. Si recurrimos a los manuales más importantes sobre el tema, ellos nos dicen, por ejemplo que “el desarrollo humano comienza en la fertilización, cuando un gameto masculino o esperma (espermatozoide) se une a un gameto femenino u ovocito (huevo) para formar una única célula, un cigoto. Esta célula altamente especializada, totipotente, marcó el comienzo de cada uno de nosotros como un individuo único”. (Keith L. Moore and T. V. N. Persaud, The Developing Human: Clinically Oriented Embryology, Quinta Edición; también en este sentido William J. Larsen, Essentials of Human Embryology o Scott F. Gilbert, Developmental Biology, Séptima Edición).

Luego de leer este tipo de definiciones, científicas, racionales si se quiere, me parece francamente increíble, en el sentido prístino de la palabra, leer a quienes plantean, como se hace ahora en Inglaterra, que el embrión no necesariamente debe tener tutela del derecho, sino que puede trazarse una línea que diga “sólo a partir de las 20 semanas tendrá protección el feto” o similar. ¿Cuál es el fundamento racional para sustentar ello? ¿De dónde sale esta línea? ¿Por qué no trazarla a los 2 días, o las 8 meses y medio, y así sucesivamente?

Y es que, cuando otras cuestiones distintas a la razonabilidad del ser humano se imponen y empezamos a imaginar líneas que sencillamente no existen, parece que tenemos que terminar dándole la razón a Kant: “El hombre es de una madera tan torcida que nunca llega a enderezarse”.

Yo, por mi parte, y en homenaje a mi entrañable abuelo materno, prefiero terminar esta breve nota citando a uno de sus escritores preferidos: “Cuán difícil es explicarla, pero la vida humana es simplemente misteriosa e inviolable; por ello la protegemos con leyes y penalidades” (Ralph Waldo Emerson). Siempre.

José Antonio Moreno Ruffinelli

 

Mi respuesta:

En el artículo del doctor José Antonio Moreno Rufinelli publicado el día domingo 25-05-08 en el suplemento cultural de ABC Color, hay una acusación implícita por parte de éste hacia la ciencia en el sentido de desviar al hombre de su racionalidad. Esta es una extraña idea a los ojos de un racionalista. El doctor Moreno nos habla de una postura tradicional que “sin dudas, era que la persona humana es un ser único e irrepetible, y, como tal, posee una dignidad sagrada que no puede ser violada por ninguna ley humana.

Hagamos un breve repaso entonces de esta historia. La búsqueda de un criterio sólido, no ambiguo, acerca de si el aborto (usemos esta palabra como referencia) es admisible en algún momento, tiene profundas raíces históricas.

En la tradición Cristiana el punto era el momento en que el alma entra al cuerpo, tema no muy apropiado para la investigación científica. Aunque cada religión tiene su doctrina, usualmente no había prohibiciones; era corriente en Grecia y Roma antiguas, aunque los asirios empalaban a las mujeres que abortaban. El Talmud judío enseña que el feto no es una persona por tanto no tiene derechos. En la Biblia, tan abundante en prohibiciones sobre vestimenta, comidas y palabras apenas encontramos una vaga alusión al tema en Éxodo 21:22, diciendo que si una mujer resulta lesionada y en consecuencia aborta, el responsable debe pagar una multa. Los “Angélicos” Tomás de Aquino y Agustín no creían que el aborto sea homicidio, Tomás, porque el embrión no “parece” humano, postura adoptada por el Concilio de Viena en 1.312 y nunca repudiada. El derecho canónico sostenía que el aborto era homicidio sólo después que el feto estuviera “formado”, aproximadamente al final del primer trimestre. En el siglo XVII gracias a los “avances médicos” se examinaron los espermatozoides que parecían mostrar seres humanos plenamente formados. Esta mala interpretación, la de los “homúnculos” (*) convirtió al aborto en motivo de excomunión a partir de 1.869. En los EEUU, hasta 1.800 no había absolutamente ninguna legislación al respecto, lo que produjo el cambio fue el asalto de los médicos contra el aborto.

Como hasta mediado el siglo XIX la medicina no estaba controlada, la elite médica ansiosa por obtener rango e influencia constituyeron la AMA (**). Los médicos afirmaban que el feto era humano aún antes que la madre sintiera su presencia, había que ser médico para saber cuando resultaba moralmente aceptable practicar un aborto.

Así fue la ley hasta los años 60 del siglo pasado.Vemos entonces que las líneas delimitadoras de las que nos habla el doctor Moreno eran ya comunes antes que “los avances médicos” produzcan el supuesto desvío de la racionalidad.

Analicemos ahora la tesis propuesta de que “estas líneas –20 semanas, 1 día, 3 meses– no son precisamente trazadas por la razón humana, sino más bien por otros factores, que bien pueden ser sentimientos o intereses personales o prejuicios o, en la mayoría de los casos, una conjunción de todo esto” ¿Cuándo accede un feto a la personalidad? Este debe ser el criterio ya que solamente una persona puede ser asesinada. ¿Cuándo la cara se torna humana?, ¿cuándo reacciona a los estímulos externos?, ¿cuándo se pone activo como para que la madre lo sienta?, ¿cuándo puede respirar por si sólo? Evidentemente todos estos criterios son arbitrarios y ninguno implica características exclusivamente humanas al margen de la cuestión facial.

También los animales reaccionan al estímulo, respiran y se mueven, sin que eso impida que los matemos de a millones. Reflejos, movimiento o respiración no nos hacen humanos. Lo único que nos hace tales, lo que marca la diferencia fundamental, es esa capacidad de imaginar acontecimientos que todavía no han ocurrido, de concebir cosas, el pensamiento.

El pensamiento, bendición y perdición nuestra, nos hace ser humanos. El pensamiento tiene lugar en el cerebro y unas 100.000 millones de neuronas conectándose entre sí sirven de plataforma a esta maravilla del universo.

Pero la conexión a gran escala comienza recién a los seis meses del embarazo. La actividad cerebral se puede medir mediante electrodos colocados en la cabeza. Las pautas regulares de un cerebro humano no aparecen hasta cerca de los 7 meses y medio del embarazo. Hasta ese momento, el feto por vivo que se nos muestre no posee el suficiente “equipo” para producir pensamientos. Ese es un criterio racional que nos permite trazar la línea que inquieta al doctor Moreno. Esto es, cuando se hace posible un mínimo asomo de pensamiento característicamente humano. Es ampliamente aceptado en nuestra sociedad que la muerte de una persona está asociada con la cesación de toda actividad cerebral aunque sus demás órganos aún funcionen. En el caso que consideramos, tal actividad aún no tiene visos de existencia. Un criterio más estricto, previendo algún desarrollo fetal precoz, sería trazar la línea a los seis meses.

Si decidimos asegurarnos que el embrión no sufra, tracemos la línea cuando aún no posea ninguna célula nerviosa, aunque no es costumbre humana tener en cuenta el sufrimiento para no matar. Obviamente, cuando uno escoge llamar “humano” a una agrupación microscópica de células, no habrá argumento, por racional que sea, que lo convenza en otro sentido. Palabras como “sagrado” provenientes de las creencias religiosas particulares, comienzan a aparecer junto con ataques, ya que no argumentos, que intentan satanizar el aborto como el de relacionar su práctica con las matanzas de judíos por parte de los nazis .La razón nos dice claramente que un humano está caracterizado por su capacidad de de generar pensamientos, el carácter humano se adquiere con esta capacidad. Luego no existe la “arbitrariedad” alegada.

Si se alega la “potencialidad humana” del embrión podemos caer en la pendiente resbaladiza de considerar un delito impedir cualquier coito, que también tiene tal potencialidad. La mayoría de los coitos no producen embarazos de la misma manera en que la mayoría de los embriones abortan espontáneamente antes de originar humanos. Pero ambos tienen tal potencialidad.

Por supuesto que aun teniendo en cuenta lo expuesto, al menos en mi caso, me siento renuente a aceptar la practica de ningún aborto; lo humano entendido en los términos expuestos, me parece maravilloso. No obstante, puesto a decidir entre una persona con su sistema nervioso plenamente desarrollado generando pensamientos y una agrupación de células en la que ninguna de ellas es capaz de sentir o pensar, optaré siempre por lo humano.

(*) Homúnculo: creencia que el espermatozoide era un humano completamente formado que contenía en su interior otros seres humanos completos y así ad- infinitum.

(**) A.M.A: Asociación Médica Americana.

La Ciencia busca a Dios… infructuosamente

 

RCiencia-DiosEFLEXIONES EN EL MARCO DEL DEBATE CIENCIA VS RELIGIÓN EN EL DIARIO ABC COLOR

 

En contra de las pruebas

La idea de que el debate entre Ciencia y religión tiene tendencia a atenuarse o desaparecer es errónea, muy por el contrario, es cada vez mayor, esta polarización se debe en parte al hecho de que la ciencia, a la luz de los nuevos descubrimientos, contrariamente a la mayoría de los antiguos científicos medievales y hasta principio del siglo XX, que veían el rostro del creador en cada aspecto del mundo material, no ha encontrado rastros de él en todo el universo y peor aún ninguna necesidad de que exista para que las cosas sean tal como son.

 

En realidad lo que la mayoría de las religiones desea es que  la ciencia dé una “validación”, a su cuerpo particular de creencias, cuando la ciencia realiza un descubrimiento que vaya en contra de alguna de estas, los fundamentos se tambalean y, casi siempre, las religiones se escudan en el sin sentido de “creer sin pruebas y aún en contra de las pruebas”, uno de los ejemplos más actuales, sobre todo en el mundo anglosajón, es el debate creacionismo vs. evolucionismo, la teoría de la evolución de Darwin es una de las teorías mas sólidamente establecidas  en la ciencia, en ese sentido, tiene un carácter similar a la teoría de la gravitación universal de Newton, se debe destacar que la palabra teoría, en ciencia, no tiene el carácter que generalmente se le da en el lenguaje coloquial en el que se la considera una hipótesis a ser demostrada, una teoría científica del orden que mencionamos es una formulación que relaciona una serie de hechos y observaciones y que es capaz de realizar predicciones, para que pueda adquirir su carácter de tal en el mundo científico es sometida a todo tipo de pruebas, y la sospecha sobre su validez es permanente, su bondad se mide por la exactitud de sus predicciones.

En ese sentido tanto la teoría de la evolución como la de la gravitación son resaltantes, las leyes de Newton lejos de ser “cómicas” son una gloria de la humanidad, base de la moderna ingeniería y caso particular para bajas velocidades de las leyes mas generales de la teoría de la relatividad, y se cumplen en todos los puntos del universo.
Las leyes de la evolución tienen este mismo carácter, aunque pueda tener fallas en su formulación y deba estar, como toda teoría científica, sometida a permanente duda, no es posible hoy afirmar razonablemente que la creación de acuerdo a la biblia sea una verdad objetiva. Las refutaciones usando términos como “entropía” y “termodinámica”, se basan en la ignorancia de lo que dichos términos significan (*).

Noventa y dos años de no-existencia

Otra de las teorías controvertidas que golpea los cimientos bíblicos es la teoría del Big Bang, que dice que el universo comenzó como un punto de densidad infinita que fue expandiéndose creando la materia y el espacio, ocurre que tal proceso, de acuerdo a las mediciones tiene una duración de unos quince mil millones de años, mientras que la edad de la creación bíblica es de sólo unos pocos miles de años, afirmación harto refutada por la arqueología y la paleontología.
El Big Bang es otra de las teorías de gran calado que explican el funcionamiento del mundo en forma racional, las predicciones que realiza se ajustan magníficamente a los hechos comprobados y NO esta sustentada en la fe, como se afirmara recientemente, sino en la razón.

 

Los teólogos que intentan dar un cariz racional a sus dogmas y mitos fundacionales caen en la desesperación cuando la ciencia, lejos de confirmar sus textos sagrados, los refutan, y las predicciones que realizan a la luz de sus textos y dogmas son generalmente fallidas; es conocido el caso de la religión de origen norteamericano que había predicho el fin del mundo para 1.914, como esto no ocurrió y aún pudiendo decir o que se equivocaron y que el año del fin era 2.014 o que rezaron tanto que Dios pospuso el final,  dijeron simplemente que el fin del mundo SI había ocurrido en 1.914, si alguien no lo percibió es su problema.
Pues bien, esta es generalmente la forma como las religiones reaccionan ante estas contradicciones.

Nos lo enseñaron de niños

Algunas religiones, como la católica, han aceptado muchas de estas teorías científicas, como por ejemplo la teoría del Big Bang o la de la evolución, (aunque aparecen preocupantes signos de regresión), y se sitúan en una prudente posición de no hacer afirmaciones susceptibles de ser refutadas por los hallazgos científicos, aunque mantiene dogmas como el de la eucaristía, cuya verdad objetiva podría estudiarse con un simple análisis histológico de la hostia.

Otras, mantienen que la Biblia debe ser interpretada literalmente y que Dios la ha preservado libre de error, sobre estas cae todo el peso de las innumerables refutaciones a lo mencionado en tal libro, la falacia del diluvio universal, la detención de la rotación de la tierra, la existencia de gigantes en tiempos antiguos, el caminar sobre las aguas y en realidad casi cada relato de la biblia son relatos fantásticos que consideraríamos frusleríassino fuera porque son “nuestros” relatos fantásticos, los que nos enseñaron a venerar cuando éramos niños impresionables.

Sobre esto invito a debatir en el sitio web de A.P.R.A (Asociación Paraguaya Racionalista) www.apra.org.py.

Si existiera…

Volviendo al tema central de la existencia de Dios debo decir que, “demostrar” su existencia utilizando las cinco vías de Tomas de Aquino, es una discusión medieval superada hace mucho tiempo, lo expresado allí no se sostiene lógicamente y creo que no es de interés    (a quien interese la refutación lo remito a nuestra web), por otro lado la demostración en estos casos se refiere a un ser absoluto creador del universo (**), mientras que el caso que nos ocupa la mayoría de las veces que tratamos el tema Dios hablamos del Dios Cristiano, y sucede que para este caso y aún no teniendo la carga de la prueba, es demostrable por medios lógicos la no-existencia de tal Dios, la demostración es extensa como para mostrarla aquí, pero básicamente y rigorismos aparte, muestra como la existencia del mal en el mundo es incompatible con la creación de todo lo que existe por un Dios Bueno y omnipotente.(Ver web de APRA).

 

Lo indicado es el fundamento de la posición de la  mayoría de los racionalistas sobre este problema de existencia, No encontramos a Dios, No creemos probable que exista, Si existiera, no actúa de una manera sensible, Si existiera el Dios de la Biblia, a juzgar por las atrocidades que allí se mencionan que comete, no quisiéramos pasar la eternidad a su lado.

 

(*) Termodinámica y entropía.

Cuando se realiza una transformación o transferencia de energía existe una parte de la energía libre que se pierde, a esto se llama entropía, en un sistema cerrado a medida que transcurra el tiempo realizándose estos intercambios energéticos la energía libre total del sistema disminuye y finalmente desaparece, el universo es un sistema “cerrado” y llegará el día en el cual el universo pierda toda su energía o muerte térmica del universo, este sí es un verdadero final en el cual no habrá siquiera la vibración de un átomo. Esto no es así cuando se consideran porciones del universo donde existen sistemas abiertos como por Ej. es la tierra donde constantemente entra energía al sistema (Ej. La energía solar) y permite la disminución de la entropía total del sistema, totalmente compatible con las leyes de la evolución.

(**) Dios: creador del universo, en comunicación intelectual y afectiva con la humanidad, es decir con quien se puede interactuar a través de la oración. Ser único, divino, infinito, eterno, perfecto, omnisciente, omnipotente y bondadoso, dotado de infinitos atributos de manera tal que la falta de uno solo de ellos, disminución o contradicción deriva en que no pueda ser considerado Dios.

Piojos y Milagros

ANÁL1811-ykuaISIS ESCÉPTICO DE UN CIERTO EPISODIO DE INFESTACIÓN DE PIOJOS Y SU APARENTE SOLUCIÓN MEDIANTE INMERSIÓN EN AGUAS DEL TUPASY YCUA EN CAACUPE.

Lo que sigue fue remitido por Ricardo Montanía a Carla Fabri ante un comentario aparecido en su columna “La canasta mecánica”, en la cual ella afirmaba haberse liberado de piojos tras una inmersión en las aguas del Tupasy Ycua en Caacupe.
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La afirmación analizada consiste en un episodio de infestación de piojos en el cabello, según lo expresado era un hecho cíclico que tuvo su fin posteriormente a una inmersión en aguas “sagradas” en Caacupe. En realidad de entrada se puede afirmar que esta es una falacia lógica del tipo Post-hoc ergo propter hoc (ver en esta web “20 falacias lógicas”).

Esta falacia sigue el formato básico de A precedió a B, por tanto A causó a B, esto es asumir causa y efecto entre dos eventos sólo porque están relacionados temporalmente. Los dos eventos son;
A: la inmersión en el agua de Caacupe y el
B :la desaparición de los piojos,
Lo que se asume (gratuitamente) es que la inmersión ha causado la desaparición de los piojos, cuando que han podido haber muchos otros eventos que con mayor probabilidad pudieron hacer desaparecer los bichos.
Haciendo una analogía sencilla analicemos el resfriado común, este tiene un ciclo de 8 días durante los cuales se tienen constipación y algunos desagradables episodios febriles, luego la enfermedad remite, si durante ese lapso la persona infectada recurriese a cuanto médico tuviese a mano este no podría mas que darle calmantes y antifebriles, si al séptimo día la persona consultara a un curandero, homeópata o charlatán cualquiera y este le recetara alguna milagrosa cura el desprevenido paciente encontraría que al día siguiente de su “consulta” los síntomas de su enfermedad entrarían en franca remisión y a los pocos días desaparecerían totalmente con lo cual quedaría “probada” la eficacia de los métodos curativos del charlatán en cuestión.

Este es el típico Post-hoc ergo propter hoc. Para el caso que nos ocupa tengo la fuerte sospecha que Carlita no estaría precisamente desamparada con todos esos bichos en la cabeza, papá o mamá Fabri sin duda estarían aplicando algún medicamento, sustancia o método para eliminarlos, de la misma manera es evidente un componente Católico Mariano en los educadores de Carlita, el hecho de haber estado en aquel lugar y haberse sumergido en esas aguas así lo confirma.

Ya tenemos los elementos que necesitamos para efectuar nuestro análisis en este momento, que los bichos hayan desaparecido podría ser según se alega,
1. por un milagro, es decir una intervención divina que viole las leyes de la naturaleza para liquidar los piojos, pero también podría deberse
2. al éxito de cualquiera de los tratamientos piojicidas que, sin duda, en aquel momento estaban siendo aplicados a la cabeza de Carlita.
¿Cómo resolver esta dicotomía?, Creeremos en la milagrosa intervención divina para resolver este problema? o en la simple posibilidad de que un tratamiento antipiojos haya resultado exitoso? También pudo haber cambiado de escuela y los piojos ya no estaban allí el siguiente año.

Fieles a la mejor tradición científica recurrimos al famoso rasero de OCCAM (*) que establece que ante varias posibles soluciones de un problema la solución más evidente y simple es la verdadera. A esta altura ya tenemos clara la historia,…veamos…. ante los piojos que aparecieron en la cabeza de Carlita solícitos padres, sin duda, la habrían tratado con algún o algunos medicamentos o métodos piojicidas, tras esto ante la festividad de Caacupe Carlita viaja, con abuela creo que era, a la villa Serrana donde se somete al ritual de sumergirse en las aguas aquellas, los piojos ya semimuertos terminan por desaparecer de la cabeza de la nena, como esto ocurrió y dado el pensamiento mágico al que es muy dada la afectada por la infestación, piensa esta que el baño es lo que ha causado su “cura”, esta idea es alimentada por sus muy Cristianos y Marianos parientes lo cual refuerza la Fe de la niña. Todo esta tan claro, estoy en presencia de un milagro piensa la nena .

Resultado; varias décadas después Carlita aún recuerda con cariño el “regalo” recibido de la virgen azul, tan agradables son los recuerdos que se le ocurre poner en un periódico poderoso, en el que escribe, su vivencia para compartirla con sus lectores. Y luego aparece un maldito mata sueños como yo y se le ocurre plantear esta herejía.

Yo sé que este tipo de pensamiento mágico, establecer relación causal entre dos hechos sin tener las debidas pruebas, puede ser muy reconfortante, si a uno lo hacen feliz, pues allá puedes ir, pero al hacerlo público y hablar de efectos terapéuticos como has hecho en el diario la cosa cambia sustancialmente y se hace necesaria la debida refutación.
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(*) Fraile franciscano inglés del siglo XIV Guillermo de Ockham que utilizó el reduccionismo metodológico, en forma filosófica. Pluralitas non est ponenda sine neccesitate o la pluralidad no se debe postular sin necesidad. En su forma más simple, el principio de Occam indica que las explicaciones nunca deben multiplicar las causas sin necesidad. Cuando dos explicaciones se ofrecen para un fenómeno, la explicación completa más simple es preferible.
Si un árbol achicharrado está caído en tierra, podría ser debido a la caída de un rayo o debido a un programa secreto de armas del gobierno. La explicación más simple y suficiente es la lógica —mas no necesariamente la verdadera— según el principio de Occam. En el caso de árbol, sería la caída del rayo. Esta regla ha tenido una importancia capital en el desarrollo posterior de la ciencia.